Este 23 de abril fue día internacional del Libro, y la efeméride nos permite recordar que, entre las obras públicas, los libros ocupan lugar preponderante.
En primer lugar, porque éstos rebasan el ámbito en que son creados, es decir, por ejemplo, que una plaza o un edificio o cualquiera otra cosa similar se quedan ahí donde fueron erigidos, para disfrute de una determinada cantidad de personas, a diferencia de las publicaciones, cuyos espacios y número de beneficiarios se dilatan siempre más allá de lo que sus editores supusieron.
Las construcciones, por su parte, duran en servicio útil un cierto cúmulo de años; luego son dedicadas a diferentes propósitos (a veces menos dignos) o son derruidas para dar paso a otras mejor adaptadas a los nuevos requerimientos del progreso (según como éste se entienda en cada momento).En el asunto de los libros ocurre de otro modo, ya que la publicación de los modernos no obliga a destruir los antiguos: los textos viejos persisten a pesar de las novedades, y ni qué decir de las rarezas bibliográficas, que llegan a alcanzar niveles extraordinarios de valor, por no hablar de costos.
Nadie en su sano juicio usaría un libro para envolver pepitorias, pero se ha visto convertir edificios venerables en comercios y oficinas.
Numéricamente, los libros llevan las de ganar en virtud de que, por menor que sea el tiraje de ejemplares de un título, casi siempre supera el centenar. En cambio, la obra material es una: grande y todo lo que se quiera, pero una, lo cual deviene para ella, al menos en términos cuantitativos, notable desventaja.
De otro lado, ¿se ha visto, quizá, que una mole de ladrillo mueva la apasionada indignación de, digamos, poco menos de 850 millones de musulmanes, como aconteció no hace mucho tiempo con Los versículos satánicos?, ¿o haya fundamentado una guerra mundial y sus atrocidades, como Mi lucha?, ¿o pudiera ser la génesis de un idioma maravilloso y de tanta influencia en el mundo de hoy, como El ingenioso hidalgo..., para citar únicamente tres casos relevantes?
Claro que en turística y apacible caravana van muchos diariamente a ver las torres Eiffel y de Pisa, o las pirámides egipcias, es cierto, pero nada de ello es comparable con lo que esos solos libros lograron desatar.
De ahí que algunos insistamos en creer que las obras impresas producen – y de ello han de tener clara conciencia quienes deciden el destino de los presupuestos- efectos de relevancia mayor que cualesquiera otras, del gobierno que fuere, en el tiempo, en el espacio, por su número y trascendencia.