EL OTRO MEXICANO (II)
En la primera parte de esta serie breve de textos de
viajeros que en ocasiones diferentes han intentado definir el perfil de los
sudcalifornianos, dijimos que buena parte de ellos pueden encontrarse en el
capítulo ‘Retrato de los californios’ del libro “Los últimos californios”, de Harry Crosby, en que previamente
explica que “Para cuando México se había liberado de España, gran parte de los
californios ocupaban lo que llamaríamos la clase media-baja; eran pobres pero
independientes, una combinación poco común entre otras partes de su nueva
nación. Los bajacalifornianos estaban desarrollando un estilo sencillo de
orgullo y dignidad que los distinguiría durante el próximo siglo.”
Frederick Debell
Bennett fue un naturista enviado a un viaje de tres años navegando por los
mares del planeta para obtener mejor conocimiento del cachalote, con propósitos
de pesca e industrialización. De ello resultó un libro en 1835 del que, para
nuestro interés particular, tomamos una descripción de la vida peninsular
californiana. De la mujeres dice que “son notables y modestas”, y de los
hombres, que “son expertos jinetes y sobresalen en el uso del lazo.” Recuerda
que a pesar de “su dieta monótona y altamente carnívora, esta gente es sana,
activa y robusta... Viven contentos y por consiguiente felices, y su conducta
entre sí, al igual que hacia nosotros, era igualmente cortés y hospitalaria.”
James Hunter
Bull, originario de Pennsylvania, en 1843 estuvo en México; de vuelta a su país
decidió pasar por California, y en Sonora tomó una embarcación a Mulegé. En su
estadía peninsular confiesa que fue “inmediatamente cautivado por la diferencia
de carácter entre la gente de California y la de México. Hay mucha
independencia de comportamiento, una mayor libertad de pensamiento y expresión;
nada hay en esta gente de la servil cortesía que se observa necesariamente en
los modales de los mexicanos. El altivo y orgulloso español exigió a los
mexicanos obediencia servil; la misma característica está profundamente grabada
en el comportamiento de sus descendientes. El californio se jacta de
California; no reclama parentesco con el mexicano.”
La parte de la
guerra de los Estados Unidos contra México (1846-1848) que tuvo como escenario a
la península de Baja California produjo, entre otras cosas, relatos que pintan
la fisonomía colectiva de sus pobladores, como la del teniente Edward Gould
Buffum, integrante de los Voluntarios de Nueva York, quien escribió que “La
gente de Baja California es una curiosa raza de seres; aislados de su madre
patria y abandonados por ella, han asumido una cierta independencia de
pensamiento y conducta que nunca encontré en Alta California, pero jamás ha
vivido una clase de gente más bondadosa de corazón y hospitalaria.”
Otro personaje
que también participó en la ocupación norteamericana fue William Redmond Ryan,
un aventurero inglés cuyas experiencias fueron editadas en la capital de su
país, a base de textos y dibujos. Entre ellos puede leerse que “Los habitantes
de La Paz son más inteligentes que la gente de Monterrey [Alta California]...”
Después de la
invasión estadounidense tuvo lugar en Alta California la fiebre de oro, que en
1849 produjo el fenómeno conocido por entonces como los “Forty-niners”, precisamente
los cuarentaynueves (denominación que en 1946 adoptó un equipo de futbol
americano de San Francisco, Alta California). Fueron grupos de migrantes de
todas partes del mundo que llegaron a California continental en busca del oro anunciado;
algunos de ellos llegaron por la ruta peninsular.
El primer diario
de un “Forty-niner” en la Baja California fue el de W. C. S. Smith, quien dijo
que los sudcalifornianos eran “Gente muy amable..., mejor gente que los
mexicanos.” De Comondú expresa que “Un lugar no podía estar más aislado que
éste. Sin embargo, la gente se ve contenta. Están bastante civilizados y una
gran porción de ellos tiene sangre en parte castellana.”
Finalmente se
transcriben aquí los dos últimos párrafos del ensayo “Identidad y cultura del
californio mexicano”, de Patricio Bayardo Gómez:
“La California
mexicana siempre ha marchado contra la adversidad. Es y será tierra de
migrantes en cualquier periodo que se le estudie. Como en la novela medieval,
la peninsularidad tiene una fuerte atracción, mezcla de sueño y aventura, en
una especie de renacimiento personal, que en un largo o corto proceso de
arraigo se convierte en segunda tierra o patria adoptiva.
“Cada migrante
adquiere una insularidad prototípica, intransferible, a veces difícil de
explicar. El californio mexicano moderno –nativo o por adopción—es producto de
una larga jornada histórica que da sucesivos giros frente a un espejo que es antiguo
y actual. La Baja California mexicana es una eterna utopía. Un sueño fugaz. Una
esperanza que se desvanece. O una polimórfica realidad en movimiento continuo.”
CRÓNICA HUÉSPED
Sucedió, hacia los primeros años de este siglo [XVIII], y
de la conquista [jesuítica], que un niño de la misión de San Javier, habiendo
ido a Loreto, el padre que allí estaba envió con él dos panecillos al padre
Juan de Ugarte, misionero de San Javier, y juntamente cartas en que, además de
lo que ocurría, le avisaba de los dos panecillos que le enviaba (lo cual en
aquel tiempo era un especial regalo por no hacerse pan sino en Loreto, y esto
no de continuo sino cuando habían traído harina de la otra banda del mar). El
indio en el camino probó el pan y, como le supo bien, fue comiendo hasta que
acabó con todo, creyendo que, como iba solo, nadie lo sabría. Llegó a San
Javier y entregó su carta al padre Ugarte quien, viendo lo que en ella le
decían, dijo al indio que le entregase lo que en Loreto le dijeron que trajera
al padre. Respondió que nada le habían dado. Replicó el padre que le habían
entregado dos panecillos. Volvía a decir el indio que nada había recibido. Y
como el padre aún instase sobre lo mismo, preguntó el indio:
- ¿Pues quién
dice que me han entregado eso para ti?
- Éste lo dice –respondió
el padre, mostrándole el papel.
Admiróse el
pobre neófito de que una cosa tan pequeña y tan delgada pudiese hablar.
- No obstante –dijo—,
si el papel lo dice, miente.
Dejóle con esto
el padre, conociendo lo que había sucedido. Pasado algún tiempo volvió a
repetirse el caso porque, habiendo ido a Loreto el mismo indio, y encargándole
allí que llevase al padre Ugarte no sé qué comestible, con carta en que le
avisaban lo que le remitían, el portador en el camino quería comerlo pero tenía
miedo a la carta de quien ya tenía experiencia, le avisaba al padre lo que
pasaba. Mas, apretándole la ansia de
comerlo, se apartó un poco del camino, puso el papel detrás de un peñasco y,
escondiéndose él en otra parte comió todo lo que llevaba y, acabado, fue a
tomar su carta y con ella prosiguió el camino.
Llegado a San Javier,
el padre Ugarte, leída su carta, le reconvino para que entregara lo que en
Loreto le habían dado. Respondió que a él no le habían dado nada. Replicó el
padre que él sabía bien que le habían entregado tal cosa para que la trajera al
padre.
- ¿Quién lo
dice?, preguntó el indio.
- Éste lo dice– respondió
el padre Ugarte, mostrándole el papel.
- Pues éste
miente —repuso el otro--; la otra vez es verdad que yo comí el pan delante de
él, mas ahora yo le escondí y me puse en donde él no me viera, pues si ahora
dice que yo lo comí, miente; porque él no me ha visto comer ni sabe lo que yo
hice.
Por este caso se
conoce bastantemente cuán lejos estaban los californios de tener noticia del
artificio de las letras.
Historia natural y
crónica de la Antigua California, edición y estudio preliminar de Miguel
León-Portilla, UNAM, fragmento del cap. “De las diversas naciones y lenguas que
pueblan la California”.
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