ACTUALIDAD
CAMPAÑAS DE VACUNACIÓN

Ésta es una costumbre tan antigua en Baja
California Sur, que de ella existe noticia desde 1844, año en que el coronel L.
Maldonado se hizo cargo temporalmente de la jefatura política y de la
comandancia militar. Fue tan breve su administración (entre las de Mariano
Garfias y Francisco Palacios Miranda) que apenas la hallamos consignada en los Apuntes históricos de don Manuel
Clemente Rojo, y don Pablo L. Martínez la omite en su conocida obra.
El asunto es que, a principios de ese mismo
1844 se abatió sobre la población de La Paz una epidemia de viruela. El señor
Maldonado mandó traer vacuna de Mazatlán y él mismo se puso a aplicarla, junto
con el juez de primera instancia don Francisco Lebrija, a los vecinos que
acudieron voluntaria y gustosamente para recibirla, con el resultado de que al
poco tiempo éstos fueron atacados por la fatal enfermedad, y en vista de que
los demás se rehusaron a recibir la inoculación, el gobernante hizo que se los
llevaran a la fuerza, y así “los vacunaba y los despachaba para que fueran a
morir a los pocos días después de la operación; no hubo uno solo que
escapara...”
Los funcionarios ensartaban en una aguja
gruesa un poco de algodón humedecido en el pus, y enseguida, “como quien cose
un lienzo, pasaban esta aguja entre cuero y carne del vacunado; cortaban el
pabilo dejándole la mecha adentro y, a los pocos días, alma a la eternidad.”
El gobernador (1858) Ramón Navarro Castro,
informante del señor Rojo, añade que “cuando comenzó la operación de la vacuna
había en este puerto más de 600 almas, y después no quedaron arriba de 200.”
Verdadera mortandad en que no estuvo
incluido el señor Maldonado, hombre muy irascible, pues falleció al poco tiempo
de “un accidente provocado por la misma cólera y cayó al suelo quedando muerto
en el acto.”
De manera que, en virtud de tan fatal
experiencia, los servidores públicos harán bien en dejar toda labor relativa a
la salud en manos de los directos responsables de atenderla.
CRÓNICA HUÉSPED
MUERTE DEL PADRE
SALVATIERRA
Por Francisco Javier Clavijero*
“En marzo de este año de 1717 llegó a Loreto el padre
Nicolás Tamaral, destinado a la proyectada misión de Cadegomó, o sea de la Purísima Concepción.
Llevó al padre
Salvatierra una carta del padre provincial en la cual le decía que habiendo
llegado a México el nuevo virrey marqués de Valero, encargado de algunas
órdenes de la corona relativas a la California, y deseoso de ejecutarlas y de
favorecer aquellas misiones, quería su excelencia conferenciar antes largamente
con él y pedirle algunos informes, y que por tanto convenía que viniese a
México cuanto antes.
El padre Salvatierra, a pesar de su vejez y de sus graves
enfermedades, salió de Loreto acompañado del hermano Bravo el 31 del mismo mes,
dejando al padre [Juan de] Ugarte la superintendencia del presidio y de las
misiones. A los nueve días de navegación llegó a Matanchel, y de allí pasó a
caballo a Tepic.
Esta caminata le agravó de tal modo los dolores de la piedra
[cálculos en la vejiga], que no pudiendo continuar el viaje de otra suerte, fue
llevado en camilla por algunos indios hasta la ciudad de Guadalajara. Allí,
aumentándose sus males, tuvo que tolerar por más de dos meses un acerbo
martirio en vez del que siempre había deseado sufrir por la fe de Jesucristo; y
conociendo que iba a terminar su vida mortal, encomendó al hermano Bravo los
negocios que debían tratarse en México, le dio las instrucciones necesarias y
le ordenó que escribiese a los misioneros de la California diciéndoles: que él,
ayudado de los párvulos californios que estaban en el cielo, esperaba alcanzar
de la clemencia de la santísima Virgen que protegiese poderosamente aquel
naciente cristianismo; que pusiesen todas sus esperanzas en Dios, y que no
dudaba que se dejarían primero quitar la vida que abandonar aquellos sus hijos
en Cristo. Sobre todo, suplicó al hermano y por su medio a todos los de la
California que le perdonasen el mal ejemplo y todos los disgustos que les
hubiera dado.
El hermano lloraba amargamente, así como algunos californios que
habían venido en aquel viaje, cuyas extraordinarias demostraciones de dolor
eran tales que movían a compasión a los que las veían o las sabían. Luego de
que se supo en la ciudad el riesgo en que se hallaba un hombre venerado por
todos como santo, se hicieron en muchas
iglesias rogativas públicas por su salud; pero el Señor quería dar por fin a su
siervo fiel el descanso de tantos trabajos y el premio de tan relevantes
servicios, y así, habiendo recibido los santos sacramentos y preparándose con
los más fervorosos actos de todas las virtudes cristianas, exhaló
tranquilamente el espíritu el sábado 17 de julio de 1717, a los setenta años de
edad.
Asistieron a su entierro el presidente y oidores, el clero secular y
regular, toda la nobleza y un inmenso concurso de pueblo publicando todos a porfía
su santidad. Fue sepultado en la capilla de la Virgen de Loreto que él había
edificado en la iglesia de los jesuitas, y sus huesos fueron después colocados
en una caja separada, cerca del altar de la Virgen, cuya devoción había
promovido en todo el reino, en donde dura hasta hoy su memoria.”
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