SIMPLE CIUDADANO

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ANIVERSARIO PACEÑO

El domingo 3 de este mayo de 2015, nuestra ciudad cumplió un nuevo aniversario de que Hernán Cortés llegó a su bahía, a la cual impuso su segundo nombre, Santa Cruz, por la celebración cristiana de la fecha. El primero que tuvo fue la designación guaycura de Airapí. La colonia se vio imposibilitada de prosperar por la carencia de población aborigen y de abastecimientos de toda índole, pero a partir de entonces fueron elaborados los primeros mapas de esta tierra, que empezó a recibir el literario nombre de California.
   Luego tomó la denominación de La Paz que le dio el navegante Sebastián Vizcaíno en 1596 por el buen trato que le dieron los nativos.
   Algunos años más tarde, la expedición del gobernador de Sinaloa Isidro de Atondo y Antillón y el cosmógrafo jesuita Eusebio Francisco Kino la bautizó como real de Nuestra Señora de Guadalupe, en 1683, que debió ser levantado por la escasez de agua y la hostilidad de los naturales que razonablemente disputaban a los extranjeros ese recurso.
   Los misioneros Jaime Bravo y Juan de Ugarte la pusieron bajo la advocación de la virgen del Pilar en 1720, empeño misionero que más tarde se vio interrumpido por la sublevación indígena de 1734-1736 y las epidemias que aniquilaron a sus pobladores.
   El gobernador José Mariano Monterde logró finalmente el propósito oficial de asentar en 1830 los poderes provinciales en la que es desde entonces capital sudcaliforniana, luego de que lo fue Loreto durante 132 años, y el núcleo minero de San Antonio durante un año.
   Treinta y tres años después, con la llegada de los franciscanos y del primer gobernador Gaspar de Portolá, el visitador Joseph de Gálvez dispuso reubicar en la misión de Santa Rosa de Todos Santos a los pocos naturales que habitaban La Paz, a donde se trasladaron con su arraigada devoción por la virgen del Pilar, que fue adoptada en la nueva comunidad guaycura-pericú.
   En 1811, el soldado José Espinoza recibió como gratificación a sus servicios la concesión de ocupar el olvidado puerto de La Paz, a cambio de que cumpliese la tarea de proveer de agua a las embarcaciones que ahí anclaban para el embarque de productos originarios de las minas del sur. Espinoza incumplió su compromiso con la consecuente queja de las tripulaciones que arribaban al puerto.
   El nacimiento de la ciudad pudiere atribuirse al señor Juan García, quien obtuvo el primer permiso de los otorgados por el gobernador José Manuel Ruiz en 1823 para poblar aquel paraje con gente del sur peninsular. García construyó así la casa en la cual hizo un preliminar acopio de mercancías, lo cual puede considerarse el origen de la vida comercial en esta región.
   Aquello reinició el interés económico de la escala paceña al grado de que en 1829, la Junta de Fomento de las Californias decretó el establecimiento de una aduana en cada una de éstas; por lo que toca a la parte meridional, quedó instalada en la antigua Santa Cruz, ya con aproximadamente cuatro centenas de habitantes.
   El gobernador José Mariano Monterde, a quien correspondió reubicar la capital del distrito en La Paz en 1830, al año siguiente instaló el primer ayuntamiento, el cual adquirió desde el principio tanta beligerancia que apenas dos años después desconoció la autoridad del jefe político interino.
   A través de un proceso paulatino de crecimiento demográfico, económico y cultural, los paceños, como toda la sociedad sudcaliforniana, debieron enfrentar de 1846 a 1848 los lamentables sucesos ocasionados por la intervención norteamericana, y más tarde la incursión filibustera de William Walker en 1853-1854.
   Hacia 1877, la vida de nuestra ciudad se incorporaba al largo periodo porfiriano, que de muchos y variados modos anunciaba la conformación del ser social, y de todos sus componentes  -como el arquitectónico, del que aún se conservan testimonios-, de la capital sudcaliforniana de nuestros días, con sus secciones de El Zacatal, La Huerta, San Hilario y San Luis.
   En 1881, los paceños vieron acrecentado su patrimonio con la edificación de la Casa de Gobierno, frente al nuevo jardín Velasco en el centro histórico de la ciudad, que fue sede de la autoridad hasta que fue derruido y sustituido por el nuevo palacio en 1962.
   Una descripción de la época informó que en 1895, La Paz contaba ya con 5184 habitantes. También habían abierto sus operaciones los más importantes negocios mercantiles, estaba en apogeo la pesquería de perlas, la navegación de cabotaje y varias otras actividades económicas que alentaron el crecimiento local.
   En cuatro años más fueron iniciadas las obras de construcción del palacio municipal, que la población vio inaugurado antes de su terminación, como parte del programa de festejos con que celebró el primer centenario del inicio del movimiento independentista nacional, al mismo tiempo que el teatro Juárez. Otros actos conmemorativos consistieron en juegos florales, tareas de embellecimiento de la imagen urbana, kermés en el jardín Velasco así como develación en éste del busto de don Benito Juárez que ahí permaneció durante mucho tiempo y hasta hoy se conserva en el atrio de la logia masónica Los fieles obreros de la Baja California, construcción también decimonónica.
   La Paz se incorporó al nuevo siglo, siempre un poco demoradamente por lo limitado de los transportes y comunicación de toda Baja California Sur; participó en actividades revolucionarias y continuó la vida en el alborozo de sus carnavales, su proverbial afán en los quehaceres de la educación y la cultura, con el estímulo de la zona libre, los primeros servicios de la aviación comercial, el extraordinario auge que provocó el servicio del transbordador La Paz en 1964 y las embarcaciones similares que operaron posteriormente, la reinstauración de la vida municipal hace 43 años, inauguración de la carretera transpeninsular a finales de 1973 así como la conversión del territorio en estado, que atrajeron inusitada atención y fondos cuantiosos del gobierno federal a la entidad sudpeninsular.
   Es ésta, grosso modo, la tesonera existencia de una ciudad nutrida con las perlas de sus mares, el oro y la plata de las minas del sur, la otra plata y el otro oro del prodigioso valle de Santo Domingo, pero primordialmente con la savia de sus propios empeños, traspiés y aciertos.
   Carecemos de una historia de bronce pues la heroicidad de los sudcalifornianos, lejos de expresarse en hechos guerreros de sangre y fuego (que no han faltado), se halla en la cotidianidad de su empecinamiento de enfrentar exitosamente la mezquindad del cielo y las cuitas del aislamiento.

   Todo eso y más nos queda de su larga y rica historia, llena de ejemplos y lecciones que es necesario repasar por lo menos en días de celebración como éstos del nuevo aniversario de nuestra casa. (Imagen: Fuente de la Fundación de La Paz.)

CRÓNICA HUÉSPED

RONDAS INFANTILES A LA LUZ DE LOS FAROLES

Por Rogelio Olachea Arriola*

Allá cuando el gendarme recorría las calles con su lamparita, a primeras horas de la noche, podían verse grupos de niños, alternando el coloquio familiar en su banqueta, con rondas infantiles.

   “El Milano”, “El Botellón”, “La Momita”, “El Gato", “Al Canicani”, con perfiles de inocencia, eran esas rondas. Entonces no había pandillas de jovencitos rebeldes porque, a las nueve, el toque de silencio indicaba que todo [el] mundo debía irse a dormir. Se escuchaba el ruido del galope de las acémilas de los gendarmes y el silbato de los serenos que gritaban la hora a partir de las 11:00 P. M.

   En el cuartel se dejaba oír el

   - ¡Centinela! ¡Alerta uno!

   - ¡Centinela! ¡Alerta dos!

    Y así, en números sucesivos.

   Los borrachitos eran escurridizos a la policía montada, y los bizarros gendarmes de a pie aplicaban su fuerza hercúlea para llevar a “chirona” a los escandalosos. Imponían respeto.

   La cárcel estaba situada en el perímetro actual de la escuela primaria “18 de Marzo” (16 de Septiembre y Carlos M. Ezquerro), y la comandancia de la gendarmería en la esquina actual de Independencia y Belisario Domínguez.

   ¡Qué tiempos aquellos, señor don Simón!

   Noche a noche los vecinos despertaban al escuchar el romántico vals o la alegre polka interpretados por la orquesta de don Juan Nava, donde tocaban “El Guancho”, “Chamustreta”, el “Negrito” Rosales y José Manríquez.

   Si usted llevaba serenata a su Dulcinea, le cobraban diez pesos desde las 8 de la noche hasta las 4 de la mañana, y le tocaban, de pilón, “Adiós Mamá Carlota”.


* En revista Antigua California, núm. 16, La Paz, BCS, noviembre de 1974, p. 39.