ACTUALIDAD
ANIVERSARIO PACEÑO
Luego tomó la denominación de La Paz que le dio el navegante Sebastián
Vizcaíno en 1596 por el buen trato que le dieron los nativos.
Algunos años más tarde, la expedición del
gobernador de Sinaloa Isidro de Atondo y Antillón y el cosmógrafo jesuita
Eusebio Francisco Kino la bautizó como real
de Nuestra Señora de Guadalupe, en 1683, que debió ser levantado por la
escasez de agua y la hostilidad de los naturales que razonablemente disputaban
a los extranjeros ese recurso.
Los misioneros Jaime Bravo y Juan de Ugarte
la pusieron bajo la advocación de la virgen
del Pilar en 1720, empeño misionero que más tarde se vio interrumpido por
la sublevación indígena de 1734-1736 y las epidemias que aniquilaron a sus
pobladores.
El gobernador José Mariano Monterde logró
finalmente el propósito oficial de asentar en 1830 los poderes provinciales en
la que es desde entonces capital sudcaliforniana, luego de que lo fue Loreto
durante 132 años, y el núcleo minero de San Antonio durante un año.
Treinta y tres años después, con la llegada
de los franciscanos y del primer gobernador Gaspar de Portolá, el visitador
Joseph de Gálvez dispuso reubicar en la misión de Santa Rosa de Todos Santos a
los pocos naturales que habitaban La Paz, a donde se trasladaron con su
arraigada devoción por la virgen del Pilar, que fue adoptada en la nueva
comunidad guaycura-pericú.
En 1811, el soldado José Espinoza recibió
como gratificación a sus servicios la concesión de ocupar el olvidado puerto de
La Paz, a cambio de que cumpliese la tarea de proveer de agua a las
embarcaciones que ahí anclaban para el embarque de productos originarios de las
minas del sur. Espinoza incumplió su compromiso con la consecuente queja de las
tripulaciones que arribaban al puerto.
El nacimiento de la ciudad pudiere
atribuirse al señor Juan García, quien obtuvo el primer permiso de los
otorgados por el gobernador José Manuel Ruiz en 1823 para poblar aquel paraje
con gente del sur peninsular. García construyó así la casa en la cual hizo un
preliminar acopio de mercancías, lo cual puede considerarse el origen de la
vida comercial en esta región.
Aquello reinició el interés económico de la
escala paceña al grado de que en 1829, la Junta de Fomento de las Californias
decretó el establecimiento de una aduana en cada una de éstas; por lo que toca
a la parte meridional, quedó instalada en la antigua Santa Cruz, ya con
aproximadamente cuatro centenas de habitantes.
El gobernador José Mariano Monterde, a quien
correspondió reubicar la capital del distrito en La Paz en 1830, al año
siguiente instaló el primer ayuntamiento, el cual adquirió desde el principio
tanta beligerancia que apenas dos años después desconoció la autoridad del jefe
político interino.
A través de un proceso paulatino de
crecimiento demográfico, económico y cultural, los paceños, como toda la
sociedad sudcaliforniana, debieron enfrentar de 1846 a 1848 los lamentables sucesos
ocasionados por la intervención norteamericana, y más tarde la incursión
filibustera de William Walker en 1853-1854.
Hacia 1877, la vida de nuestra ciudad se
incorporaba al largo periodo porfiriano, que de muchos y variados modos
anunciaba la conformación del ser social, y de todos sus componentes -como el arquitectónico, del que aún se
conservan testimonios-, de la capital sudcaliforniana de nuestros días, con sus
secciones de El Zacatal, La Huerta, San Hilario y San Luis.
En 1881, los paceños vieron acrecentado su
patrimonio con la edificación de la Casa de Gobierno, frente al nuevo jardín
Velasco en el centro histórico de la ciudad, que fue sede de la autoridad hasta
que fue derruido y sustituido por el nuevo palacio en 1962.
Una descripción de la época informó que en
1895, La Paz contaba ya con 5184 habitantes. También habían abierto sus
operaciones los más importantes negocios mercantiles, estaba en apogeo la
pesquería de perlas, la navegación de cabotaje y varias otras actividades económicas
que alentaron el crecimiento local.
En cuatro años más fueron iniciadas las
obras de construcción del palacio municipal, que la población vio inaugurado
antes de su terminación, como parte del programa de festejos con que celebró el
primer centenario del inicio del movimiento independentista nacional, al mismo
tiempo que el teatro Juárez. Otros
actos conmemorativos consistieron en juegos florales, tareas de embellecimiento
de la imagen urbana, kermés en el jardín Velasco así como develación en éste del
busto de don Benito Juárez que ahí permaneció durante mucho tiempo y hasta hoy
se conserva en el atrio de la logia masónica Los fieles obreros de la Baja California, construcción también
decimonónica.
La Paz se incorporó al nuevo siglo, siempre
un poco demoradamente por lo limitado de los transportes y comunicación de toda
Baja California Sur; participó en actividades revolucionarias y continuó la
vida en el alborozo de sus carnavales, su proverbial afán en los quehaceres de
la educación y la cultura, con el estímulo de la zona libre, los primeros
servicios de la aviación comercial, el extraordinario auge que provocó el
servicio del transbordador La Paz en
1964 y las embarcaciones similares que operaron posteriormente, la
reinstauración de la vida municipal hace 43 años, inauguración de la carretera
transpeninsular a finales de 1973 así como la conversión del territorio en
estado, que atrajeron inusitada atención y fondos cuantiosos del gobierno
federal a la entidad sudpeninsular.
Es ésta, grosso
modo, la tesonera existencia de una ciudad nutrida con las perlas de sus
mares, el oro y la plata de las minas del sur, la otra plata y el otro oro del prodigioso
valle de Santo Domingo, pero primordialmente con la savia de sus propios
empeños, traspiés y aciertos.
Carecemos de una historia de bronce pues la
heroicidad de los sudcalifornianos, lejos de expresarse en hechos guerreros de
sangre y fuego (que no han faltado), se halla en la cotidianidad de su
empecinamiento de enfrentar exitosamente la mezquindad del cielo y las cuitas
del aislamiento.
Todo eso y más nos queda de su larga y rica
historia, llena de ejemplos y lecciones que es necesario repasar por lo menos
en días de celebración como éstos del nuevo aniversario de nuestra casa. (Imagen: Fuente de la Fundación de La Paz.)
CRÓNICA HUÉSPED
RONDAS INFANTILES A LA LUZ DE LOS FAROLES
Por Rogelio Olachea Arriola*

“El Milano”, “El
Botellón”, “La Momita”, “El Gato", “Al Canicani”, con perfiles de inocencia,
eran esas rondas. Entonces no había pandillas de jovencitos rebeldes porque, a
las nueve, el toque de silencio indicaba que todo [el] mundo debía irse a
dormir. Se escuchaba el ruido del galope de las acémilas de los gendarmes y el
silbato de los serenos que gritaban la hora a partir de las 11:00 P. M.
En el cuartel se
dejaba oír el
- ¡Centinela!
¡Alerta uno!
- ¡Centinela!
¡Alerta dos!
Y así, en
números sucesivos.
Los borrachitos
eran escurridizos a la policía montada, y los bizarros gendarmes de a pie
aplicaban su fuerza hercúlea para llevar a “chirona” a los escandalosos.
Imponían respeto.
La cárcel estaba
situada en el perímetro actual de la escuela primaria “18 de Marzo” (16 de
Septiembre y Carlos M. Ezquerro), y la comandancia de la gendarmería en la
esquina actual de Independencia y Belisario Domínguez.
¡Qué tiempos
aquellos, señor don Simón!
Noche a noche los
vecinos despertaban al escuchar el romántico vals o la alegre polka
interpretados por la orquesta de don Juan Nava, donde tocaban “El Guancho”,
“Chamustreta”, el “Negrito” Rosales y José Manríquez.
Si usted llevaba
serenata a su Dulcinea, le cobraban diez pesos desde las 8 de la noche hasta
las 4 de la mañana, y le tocaban, de pilón, “Adiós Mamá Carlota”.
* En revista Antigua
California, núm. 16, La Paz, BCS, noviembre de 1974, p. 39.
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