LAS RECORDACIONES DEL CRONISTA





CRÓNICA HUÉSPED
ENTRE LA LITERATURA Y EL PERIODISMO
(2/3)

UN GÉNERO HÍBRIDO
Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el
centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el
ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la
capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de
vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos
inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la
sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un
final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno,
la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los
parlamentos entendidos como debate: la "voz de proscenio", como la
llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el
coro griego; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes
dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera
persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta
competir con el infinito. Usado en exceso, cualquiera de esos recursos resulta
letal. La crónica es un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como
los siete animales distintos que podría ser.

Por lo demás, la intervención de la subjetividad
comienza con la función misma del testigo. Todo testimonio está trabajado
por los nervios, los anhelos, las prenociones que acompañan al cronista
adondequiera que lleve su cabeza. La novela Rashomón, de Akutagawa, puso en
juego las muchas versiones que puede producir un solo suceso. Incluso las
cámaras de televisión son proclives a la discrepancia: un futbolista está en
fuera de lugar en una toma y en posición correcta en otra. En forma aún más
asombrosa, a veces las cámaras no muestran nada: desde 1966 el gol fantasma de
la final en Wembley no ha acabado de entrar en la portería.
El intento de darles voz a los demás -estímulo
cardinal de la crónica- es un ejercicio de aproximaciones. Imposible suplantar
sin pérdida a quien vivió la experiencia. En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio
Agamben indaga un caso límite del testimonio: ¿quién puede hablar del
holocausto? En sentido estricto, los que mejor conocieron el horror fueron los
muertos o los musulmanes, como se les decía en los campos de concentración a
los sobrevivientes que enmudecían, dejaban de gesticular, perdían el brillo de
la mirada, se limitaban a vegetar en una condición prehumana. Sólo los sujetos
física o moralmente aniquilados llegaron al fondo del espanto. Ellos tocaron el
suelo del que no hay retorno; se convirtieron en cartuchos quemados, únicos
"testigos integrales".

El cronista trabaja con préstamos; por más que se
sumerja en el entorno, practica un artificio: transmite una verdad ajena. La
ética de la indagación se basa en reconocer la dificultad de ejercerla:
"Quien asume la carga de testimoniar por ellos sabe que tiene que dar
testimonio de la imposibilidad de testimoniar", escribe Agamben.
La empatía con los informantes es un cuchillo de
doble filo. ¿Se está por encima o por debajo de ellos? En muchos casos, el
sobreviviente o el testigo padecen o incluso detestan hallarse al otro lado de
la desgracia: "Esta es precisamente la aporía ética de Auschwitz",
comenta Agamben: "el lugar en que no es decente seguir siendo decentes, en
el que los que creyeron conservar la dignidad y la autoestima sienten vergüenza
respecto a quienes las habían perdido de inmediato".
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