LA CANONIZACIÓN DE
SERRA

El papa Francisco estuvo, durante los últimos días de este
septiembre, en visita oficial a los Estados Unidos en su carácter de jefe del
estado Vaticano y, como dirigente de los católicos del mundo, para cumplir una
intención precisa de su agenda: efectuar el rito de canonización de Junípero
Serra, el franciscano jefe de sus hermanos de religión que en 1768,
provenientes de la Sierra Gorda queretana, ocuparon las misiones de esta
Antigua California que poco antes habían dejado los jesuitas como consecuencia
de su expulsión decretada por Carlos III de España.
El mallorquín fue
beatificado por Juan Pablo II en 1988; esto significa que concedió a su memoria
el primer grado de, digamos, héroe en términos de laicidad. El diccionario dice
que beatificar es “Declarar que un difunto, cuyas virtudes han sido previamente
certificadas, puede ser honrado con culto.”
Y en este 2015 fue canonizado,
es decir declarado solemnemente santo y puesto en el catálogo de ellos, a despecho de
que “en las últimas décadas
su labor evangelizadora ha sido reconsiderada por los historiadores, debido a
las nefastas consecuencias que las misiones tuvieron en los pueblos indígenas
que habitaban el territorio de lo que hoy en día es [Alta] California y que fueron
obligados a la fuerza convertirse al catolicismo”, según la BBC.
Bueno, provocar dichas “nefastas
consecuencias” pudiere atribuirse asimismo a todas las agrupaciones religiosas
que trabajaron para implantar el cristianismo en este continente, a raíz de su
conquista por la parte europea, y en algunos casos hasta la extinción de las
etnias aborígenes como es el de Baja California Sur.
Lo que debe ser dicho en circunstancias
tales en que es elevado al ara católica el religioso catalán, es que la entrada
a la California continental, también conocida como “expedición sagrada” (de
Loreto a San Diego), fue realizada merced al saqueo –disfrazado de préstamo-- que
por orden de fray Junípero y del visitador José de Gálvez se hizo de los bienes
y gente de los centros misionales sudcalifornianos y de los empresarios mineros
Manuel y Antonio de Ocio, que por ello quedaron en peores condiciones de las
que ya estaban, sin contar con la depredación que habían hecho de aquéllos sus
encargados temporales, soldados a quienes el gobernador Gaspar de Portolá puso
al cuidado entre la salida de los jesuitas y la llegada de los franciscanos.
Aunque el investigador franciscano Lino
Gómez Canedo expresó en la segunda Semana de Información Histórica de BCS (1982)
que “Sin el apoyo de los puertos y poblaciones de Baja California hubiera sido
prácticamente imposible la ocupación, población y cristianización de la Alta
California”, y que por lo que respecta “a la requisa de víveres, ganado, mulas,
caballos y otras cosas, que llevó a cabo el capitán Fernando Rivera y Moncada,
la mano de éste fue, en algunos casos, algo pesada”, no cree “que se pueda
considerar a esto como un ‘despojo’, ni que haya alterado mucho la situación
económica de Baja California.”
Parte de esta deuda está publicada en las “Cartas desde la península de California
(1768-1773)” de Francisco Palou, el fraile encargado de los asuntos
misionales peninsulares a la salida de Serra hacia el norte, que editó Porrúa
de México en 1994, pero existen en el Archivo General de la Nación los recibos
que en esa ocasión expidió el capitán Fernando Rivera y Moncada, de los
recursos que sustrajo de las indefensas misiones para la colonización y
evangelización de la Nueva o Alta California, hoy simplemente California desde
1848 en que la perdimos. Insisto en que algún día les deberá ser pasada la
cuenta, a ellos que todo lo cobran y, cuando conviene, todo lo olvidan.
Esto debe ser recordado al enterarnos de que
ha sido concedido el grado supremo de la cristiandad a la figura juniperiana.
Al margen puede decirse que mérito por lo
menos similar posee nuestro Juan María de Salvatierra, a cuyos devotos les han
faltado la iniciativa, los recursos y entusiasmo para colocarlo en el santoral.
Muchos ignoramos si ha hecho milagros, pero virtud histórica la tiene, incuestionablemente.
Sin embargo conserva un sitio bien ganado en
el reconocimiento de los peninsulares bajacalifornianos.
Por lo menos los del sur, escenario
principal de sus afanes apostólicos.