ESPACIOS: 3A PARTE

ACTUALIDAD

A TOQUE DE CAMPANAS*

Durante el viaje sudamericano que hice hace ya quince años, llevé conmigo, para disfrutar su relectura, la novela A toque de campanas, de Raúl Antonio Cota, para ambientar en el ánimo el recorrido por las misiones jesuíticas de los cinco países que visité con la instructiva compañía del Dr. Miguel Mathes, de tan grata recordación por muchos sudcalifornianos.

   En el prólogo de aquella primera edición de 1994 patrocinada por CONACULTA –y aprecio que se haya conservado en la presente decorosa reimpresión--, digo que “La lectura de esta primera novela de Raúl Antonio Cota proporcionará, seguramente, variados elementos de apoyo para comprender mejor nuestra historia regional y, en algunos sentidos, para explicar el pensamiento y el actuar humanos en términos más amplios.” Confirmo lo dicho entonces cuatro lustros después.

   En general, los centros jesuíticos californianos tuvieron como denominador la lucha contra la adversidad del ámbito geográfico, la escasez de agua, la dependencia casi por entero del auxilio exterior y por ello las constantes hambres y penurias, el olvido de algunos que habían prometido ayudar y el desdén de otros que podían hacerlo, exploración de los territorios para la creación de nuevos núcleos de concentración humana imprescindibles a la tarea evangelizadora y el desarrollo de cultivos y ganados, las agotadoras idas y venidas de algunos religiosos al continente –en ocasiones acompañados de aborígenes- para conseguir socorros  y gestionar el cumplimiento de los ofrecidos; el encuentro frecuentemente infortunado entre el programa misionero y los hábitos seculares de una etnia indígena que había podido alcanzar verdadera y delicada armonía con su morada natural y una identidad cultural antes de la radicación europea permanente; las frecuentes epidemias, la soledad, el sacerdote, una siempre corta cantidad de soldados, el reglamento y algunos nativos para cumplirlo.

   En panorama, la vida en cada cabecera misional era como sigue: En la mañana se tocaba la campana y todos acudían a rezar al templo, luego a desayunar y enseguida cada uno a su trabajo. Toque de campaña otra vez entrada la mañana para la doctrina, primeras letras y canto con los niños.

   Al mediodía nuevos toques de campana; todos hincados oraban y cantaban el Alabado; se repartía pozole a los trabajadores, agregando algo de atole para ancianos y niños. Un descanso hasta más o menos las dos de la tarde y cada quien continuaba su fajina.

   Campana a las cinco y pasan los niños a repetir la rutina: rezo, doctrina y Alabado.

   Al anochecer, repique de campana y oración, distribución de la cena y asistencia a la iglesia para el Rosario, las letanías y el Alabado. A la salida se dirigían los hombres y las mujeres con su respectivo instructor a la doctrina.

   “Para quienes, como casi todos los indios norteños, estaban habituados a una vida de libertad, sin preocupación para realizar esto o aquello –se pregunta al respecto Miguel León-Portilla-, ¿qué debió significar verse así sometidos, siempre a toque de campana, a consagrarse a actividades específicas, rezos y devociones, horas fijas para comer, trabajos determinados y más rezos y devociones, siempre a toque de campana? Admitiendo, como admitimos, la mejor de las intenciones por parte de los misioneros, ¿no cabe suponer fundadamente que el nuevo ritmo de vida impuesto a los indios debió provocar en ellos más de un trauma cultural?”

   Reitero que la novela de Raúl Antonio se constituye en acercamiento preciso, minucioso a la vida cotidiana de los aborígenes en la misión y en el vasto campo californiano, a través de un observador-participante sensible y lúcido.

   Al final del prólogo digo que si con Milan Kundera reflexionamos en que el novelista, lejos del historiador o del profeta es un explorador de la existencia, el autor de la novela que hoy comentamos, integrada con especial merecimiento a la bibliografía californiana, estuvo guiado, sin duda, por un empeñoso afán de indagación al que enriquecen su amenidad narrativa, videncia poética y ejercicio imaginístico que con certeza apreciarán ustedes cuando adquieran, primero, y posteriormente gocen a solas este texto abundante de historia y literatura.

   Así sea. 


* Comentario en la presentación del libro, el 23 de junio de 2015 en el Archivo Histórico de BCS. (Emc)

CRÓNICA

LE ENCONTRAMOS DROGA A PABLO

Lo vimos en un anuncio de televisión hace algunos pocos años: el jefe de la casa llega al hogar y su esposa le dice que el director del colegio quiere ver a ambos. Se preguntan a qué se deberá, pero ninguno de los dos puede anticiparse la noticia terrible:

  - “Lamento hacerlos venir; le encontramos droga a Pablo; lo tenemos que expulsar.”

   Era un mensaje bien intencionado, sin duda, pero el productor expresaba en él algunas características preocupantes de la realidad.

   Uno podía imaginarse lo que seguía: El señor director, luego de estas palabras fatales, se lavó las manos tranquilamente y despidió a los padres de Pablo que confiaron en que éste había ingresado a una institución educativa donde podría continuar sus estudios hacia un futuro promisorio.

   Detengámonos a ver el cinismo irresponsable del directivo escolar cuando, con una lamentación a todas luces insincera, informa que al chico le fue hallada droga y sentencia: “Lo tenemos que expulsar.” 

   Es decir que, si no le hubiese sido hallada, Pablo hubiera estado exento de problema. Evidentemente lo tenía en cuanto consumidor o vendedor de droga, mas eso carecía de interés para el funcionario, que se limitó a trasladar el drama del joven y su familia a otra parte, afuera de los muros escolares, con aterradora displicencia.

   Fácil, ¿no? Se supone que, a continuación, nadie iba a cuestionar al director acerca de las causas del descubrimiento del que aparentemente se hallaba tan ajeno: Sencillamente “Le encontramos droga a Pablo; lo tenemos que expulsar”, y ya.

   ¡Cuál fue la advertencia subliminal de esta microhistoria televisiva? La de que el centro educativo de que se trate (primaria, secundaria, preparatoria o de estudios superiores) quedaba libre de asumir compromiso alguno respecto a sus alumnos en lo que atañe a uno de los altos riesgos de la conducta juvenil como es la adicción a las drogas. ¿Qué le parece?

   Entonces los señores directivos y profesores de tales centros educativos se limitarán a lavarse las manos y desafanarse de la preocupación primordial que debería ser la actuación de sus alumnos.

   El problema de la drogadicción alcanza ya índices alarmantes en Baja California Sur. ¿La respuesta del director de la escuela de Pablo podrá dejar tranquilos a los padres de familia que han confiado a determinadas instituciones la formación de sus hijos?

   En términos educativos, nada de lo que ocurre a nuestros alumnos nos es completamente ajeno, de tal manera que es una aberración pretender que la escuela (la universidad, el colegio o lo que sea) quede liberada de su compromiso ético, académico y social con decir “lo tenemos que expulsar”. Y santo remedio.

   ¿Qué se sigue de ahí, trátese de escuelas particulares o públicas? Una demanda formal en la Procuraduría Federal del Consumidor o en la agencia correspondiente del ministerio público, que determinará la situación de cada uno de los involucrados ante la ley.

   Porque la tragedia de Pablo atañe a todos, a más del muchacho: a sus padres, a los profesores y al director de ese centro educativo, a las autoridades gubernamentales, a la sociedad toda. Nadie puede pretender que está fuera del problema, decir olímpicamente “lo tenemos que expulsar” y quedar tan campante.

   Los problemas derivados de la drogadicción y el consecuente narcotráfico (porque sin demanda decrece la oferta), son efectos de causas más remotas y profundas. Y esas causas tienen orígenes en factores fundamentales como la familia, el barrio, el estrato social, las oportunidades y muchos más.

   Encontrarle droga a Pablo es, entonces, asunto menos sencillo de lo que parece.


   Quizá al final salgamos expulsados todos. (Emc)