A TOQUE DE CAMPANAS*

En el prólogo de aquella primera edición de
1994 patrocinada por CONACULTA –y aprecio que se haya conservado en la presente
decorosa reimpresión--, digo que “La lectura de esta primera novela de Raúl
Antonio Cota proporcionará, seguramente, variados elementos de apoyo para
comprender mejor nuestra historia regional y, en algunos sentidos, para
explicar el pensamiento y el actuar humanos en términos más amplios.” Confirmo
lo dicho entonces cuatro lustros después.
En general, los centros jesuíticos
californianos tuvieron como denominador la lucha contra la adversidad del
ámbito geográfico, la escasez de agua, la dependencia casi por entero del
auxilio exterior y por ello las constantes hambres y penurias, el olvido de
algunos que habían prometido ayudar y el desdén de otros que podían hacerlo,
exploración de los territorios para la creación de nuevos núcleos de concentración
humana imprescindibles a la tarea evangelizadora y el desarrollo de cultivos y
ganados, las agotadoras idas y venidas de algunos religiosos al continente –en
ocasiones acompañados de aborígenes- para conseguir socorros y gestionar el cumplimiento de los ofrecidos;
el encuentro frecuentemente infortunado entre el programa misionero y los
hábitos seculares de una etnia indígena que había podido alcanzar verdadera y
delicada armonía con su morada natural y una identidad cultural antes de la
radicación europea permanente; las frecuentes epidemias, la soledad, el
sacerdote, una siempre corta cantidad de soldados, el reglamento y algunos
nativos para cumplirlo.
En panorama, la vida en cada cabecera
misional era como sigue: En la mañana se tocaba la campana y todos acudían a
rezar al templo, luego a desayunar y enseguida cada uno a su trabajo. Toque de
campaña otra vez entrada la mañana para la doctrina, primeras letras y canto
con los niños.
Al mediodía nuevos toques de campana; todos
hincados oraban y cantaban el Alabado; se repartía pozole a los trabajadores,
agregando algo de atole para ancianos y niños. Un descanso hasta más o menos
las dos de la tarde y cada quien continuaba su fajina.
Campana a las cinco y pasan los niños a
repetir la rutina: rezo, doctrina y Alabado.
Al anochecer, repique de campana y oración,
distribución de la cena y asistencia a la iglesia para el Rosario, las letanías
y el Alabado. A la salida se dirigían los hombres y las mujeres con su
respectivo instructor a la doctrina.
“Para quienes, como casi todos los indios
norteños, estaban habituados a una vida de libertad, sin preocupación para
realizar esto o aquello –se pregunta al respecto Miguel León-Portilla-, ¿qué
debió significar verse así sometidos, siempre a toque de campana, a consagrarse
a actividades específicas, rezos y devociones, horas fijas para comer, trabajos
determinados y más rezos y devociones, siempre a toque de campana? Admitiendo,
como admitimos, la mejor de las intenciones por parte de los misioneros, ¿no
cabe suponer fundadamente que el nuevo ritmo de vida impuesto a los indios
debió provocar en ellos más de un trauma cultural?”
Reitero que la novela de Raúl Antonio se
constituye en acercamiento preciso, minucioso a la vida cotidiana de los aborígenes
en la misión y en el vasto campo californiano, a través de un observador-participante
sensible y lúcido.
Al final del prólogo digo que si con Milan
Kundera reflexionamos en que el novelista, lejos del historiador o del profeta
es un explorador de la existencia, el autor de la novela que hoy comentamos, integrada
con especial merecimiento a la bibliografía californiana, estuvo guiado, sin
duda, por un empeñoso afán de indagación al que enriquecen su amenidad
narrativa, videncia poética y ejercicio imaginístico que con certeza apreciarán
ustedes cuando adquieran, primero, y posteriormente gocen a solas este texto
abundante de historia y literatura.
Así sea.
* Comentario en la
presentación del libro, el 23 de junio de 2015 en el Archivo Histórico de BCS. (Emc)