Juan de Jasso el Viejo, por Mariano González Leal, 1976, León (Gto., Méx.), 325 págs.
A partir de la Independencia de México, su historia se ha dedicado a vituperar la figura de Hernán Cortés. No ha sido para menos, ya que la presencia del extremeño en lo que ahora es el centro y sureste de nuestro país está vinculada a sucesos terribles de muerte y destrucción, como consecuencia del doloroso proceso de conquista que encabezó, y del cual emergió la nación mestiza que formamos.
Pero la llegada de don Hernán a California aquel 3 de mayo de 1535 en que tomó posesión del puerto y bahía de Santa Cruz, hoy La Paz, no tuvo un sólo ingrediente negativo, y sí varios provechosos: fue trazado el primer mapa de esta tierra, que a partir de entonces comenzó a recibir el nombre de “California”, y pasó a formar parte de la historia, la geografía y la cultura universales.
Esto último es generalmente sabido, pero lo primero hay que demostrarlo:
El libro que ahora reseñamos se halla dividido en cuatro partes; la tercera de ellas transcribe testimonios documentales sobre el personaje que da título a la obra, quien era de los capitanes de Cortés que lo acompañaron en su viaje a California.
En uno de dichos papeles pueden leerse las órdenes que dio el conquistador a Jasso el domingo 18 de julio del propio 1535, cuando éste se dirigía a comandar la cuarta exploración de la región aledaña a La Paz para, como las precedentes, conocer su gente y las características de la tierra recién descubierta por ellos con el propósito de establecer aquí una colonia permanente, “en el servicio de Dios y el acrecentamiento del patrimonio real y la utilidad y provecho de los conquistadores y pobladores.”
En las partes medulares, el texto dice:
“Trabajaréis por todas las formas que pudieres, de saber qué gente habita en aquella parte y la calidad de ella y todas las otras particularidades, teniendo toda buena maña y sufrimiento para que los naturales no se escandalicen ni se les haga daño ni desabrimiento [disgusto] alguno, pues habremos de ir a vivir entre ellos y socorrernos de la necesidad que al presente tenemos, y en esto os encargo mucho que tengáis muy especial cuidado y vigilancia, avisando de ello a todos los de vuestra compañía y apercibiéndolos de que serán castigados los que otra cosa hicieren.”
Enseguida añade que “luego de que hayáis hallado tal tierra que os parezca y satisfagáis que podemos ir a ella, volveréis..., habiendo dado a los naturales, mayormente a los principales, del rescate [regalos] que lleváis, y trabajando en dejarles con el más contentamiento que fuere posible...”
Dispone que “si topares alguna gente de los naturales de la tierra, ahora en poca cantidad, ahora en mucha, ahora en pueblo o ranchería o fuera de ella, trabajaréis por todas las formas que pudieres, en darles a entender que no vais a enojarlos y a hacer daño ni perjuicio alguno, sino que vais a ver la tierra y a buscar bastimentos, y que si los hallares se los pagaréis del rescate que lleváis...”
Y reitera: “no consentiréis que ninguno de los de vuestra compañía los enoje en persona ni en haciendas, y si alguno sin vuestra licencia se desmandara, lo castigaréis con toda rigurosidad en presencia de los naturales, y les daréis a entender que por el enojo que les hicieron los castigáis.”
Sin embargo, recomienda que, en caso de que los nativos provoquen pelea, los españoles se defiendan, pero que se procure que las mujeres y los niños no sufran daño alguno, y se evite la rapiña, “porque muchas veces suele acaecer que la gente de guerra, movida con codicia..., se ocupa en el despojo; los apercibiréis de que ninguno tome cosa [alguna], y esto habéis de amonestar con mucha insistencia y castigarlo con mucha rigurosidad.”
De todos modos aconseja ser desconfiados pues “como esta gente son bárbaros de poca verdad, no conocen a Dios, suelen fingir amistad y debajo de ella hacer muchos engaños.” No obstante, ordena conseguir guías entre los aborígenes, a los que deberá darse buen tratamiento.
En otros párrafos que siguen insiste en que “no consentiréis que se les tome cosa alguna contra su voluntad..., y si algo os dieren se lo pagaréis del rescate que lleváis, de manera que queden contentos, y trabajad en no venir en rompimiento con ellos.”
De manera que el Hernán Cortés que vino a California llegó con al menos dieciséis años de experiencia personal, tortuosa en varios casos, en su trato con indígenas, que en esta nueva empresa le indicaron el camino de la concordia para obtener frutos más convenientes a sus empeños.
Tal visión del conquistador legitima el que el mar interior peninsular lleve también su nombre, y lo mismo podría sugerirse para otras formas de reconocimiento a un personaje fundamental del pasado californiano. Sería tal vez buena manera de intentar reconciliar al indio y al español que todavía luchan en el interior de nuestra sangre, integrada -aunque ello aún no sea cabalmente admitido- por la de ambos.
A partir de la Independencia de México, su historia se ha dedicado a vituperar la figura de Hernán Cortés. No ha sido para menos, ya que la presencia del extremeño en lo que ahora es el centro y sureste de nuestro país está vinculada a sucesos terribles de muerte y destrucción, como consecuencia del doloroso proceso de conquista que encabezó, y del cual emergió la nación mestiza que formamos.
Pero la llegada de don Hernán a California aquel 3 de mayo de 1535 en que tomó posesión del puerto y bahía de Santa Cruz, hoy La Paz, no tuvo un sólo ingrediente negativo, y sí varios provechosos: fue trazado el primer mapa de esta tierra, que a partir de entonces comenzó a recibir el nombre de “California”, y pasó a formar parte de la historia, la geografía y la cultura universales.
Esto último es generalmente sabido, pero lo primero hay que demostrarlo:
El libro que ahora reseñamos se halla dividido en cuatro partes; la tercera de ellas transcribe testimonios documentales sobre el personaje que da título a la obra, quien era de los capitanes de Cortés que lo acompañaron en su viaje a California.
En uno de dichos papeles pueden leerse las órdenes que dio el conquistador a Jasso el domingo 18 de julio del propio 1535, cuando éste se dirigía a comandar la cuarta exploración de la región aledaña a La Paz para, como las precedentes, conocer su gente y las características de la tierra recién descubierta por ellos con el propósito de establecer aquí una colonia permanente, “en el servicio de Dios y el acrecentamiento del patrimonio real y la utilidad y provecho de los conquistadores y pobladores.”
En las partes medulares, el texto dice:
“Trabajaréis por todas las formas que pudieres, de saber qué gente habita en aquella parte y la calidad de ella y todas las otras particularidades, teniendo toda buena maña y sufrimiento para que los naturales no se escandalicen ni se les haga daño ni desabrimiento [disgusto] alguno, pues habremos de ir a vivir entre ellos y socorrernos de la necesidad que al presente tenemos, y en esto os encargo mucho que tengáis muy especial cuidado y vigilancia, avisando de ello a todos los de vuestra compañía y apercibiéndolos de que serán castigados los que otra cosa hicieren.”
Enseguida añade que “luego de que hayáis hallado tal tierra que os parezca y satisfagáis que podemos ir a ella, volveréis..., habiendo dado a los naturales, mayormente a los principales, del rescate [regalos] que lleváis, y trabajando en dejarles con el más contentamiento que fuere posible...”
Dispone que “si topares alguna gente de los naturales de la tierra, ahora en poca cantidad, ahora en mucha, ahora en pueblo o ranchería o fuera de ella, trabajaréis por todas las formas que pudieres, en darles a entender que no vais a enojarlos y a hacer daño ni perjuicio alguno, sino que vais a ver la tierra y a buscar bastimentos, y que si los hallares se los pagaréis del rescate que lleváis...”
Y reitera: “no consentiréis que ninguno de los de vuestra compañía los enoje en persona ni en haciendas, y si alguno sin vuestra licencia se desmandara, lo castigaréis con toda rigurosidad en presencia de los naturales, y les daréis a entender que por el enojo que les hicieron los castigáis.”
Sin embargo, recomienda que, en caso de que los nativos provoquen pelea, los españoles se defiendan, pero que se procure que las mujeres y los niños no sufran daño alguno, y se evite la rapiña, “porque muchas veces suele acaecer que la gente de guerra, movida con codicia..., se ocupa en el despojo; los apercibiréis de que ninguno tome cosa [alguna], y esto habéis de amonestar con mucha insistencia y castigarlo con mucha rigurosidad.”
De todos modos aconseja ser desconfiados pues “como esta gente son bárbaros de poca verdad, no conocen a Dios, suelen fingir amistad y debajo de ella hacer muchos engaños.” No obstante, ordena conseguir guías entre los aborígenes, a los que deberá darse buen tratamiento.
En otros párrafos que siguen insiste en que “no consentiréis que se les tome cosa alguna contra su voluntad..., y si algo os dieren se lo pagaréis del rescate que lleváis, de manera que queden contentos, y trabajad en no venir en rompimiento con ellos.”
De manera que el Hernán Cortés que vino a California llegó con al menos dieciséis años de experiencia personal, tortuosa en varios casos, en su trato con indígenas, que en esta nueva empresa le indicaron el camino de la concordia para obtener frutos más convenientes a sus empeños.
Tal visión del conquistador legitima el que el mar interior peninsular lleve también su nombre, y lo mismo podría sugerirse para otras formas de reconocimiento a un personaje fundamental del pasado californiano. Sería tal vez buena manera de intentar reconciliar al indio y al español que todavía luchan en el interior de nuestra sangre, integrada -aunque ello aún no sea cabalmente admitido- por la de ambos.