ANÁLISIS, ESTUDIO, EXAMEN, PRUEBA Y ENTREVISTA
Quienes se esfuerzan por recibir la candidatura de su partido para competir por cualquier cargo de elección pública, deberían ser previamente objetos de un análisis, luego de un estudio, un examen, una prueba y, al final, una entrevista.
El análisis habría de estar a cargo de un jurado ciudadano (como se integró el IFE, por ejemplo) que se allegase información objetiva y amplia sobre los antecedentes personales de los pretendientes, para decidir qué virtudes o incapacidades adornan a cada cual en su desenvolvimiento privado y como parte de la colectividad.
El estudio correría por cuenta de una comisión (tan confiable como sea posible) encargada de hacer el recuento de los méritos de los aspirantes en las tareas públicas que han tenido bajo su responsabilidad (o irresponsabilidad, según sea el caso).
El examen sería aplicado por gente conocedora de la Constitución y las leyes para saber si los que se sienten merecedores de ocupar el puesto que pretenden tienen noción suficiente y clara de las normas que hemos determinado para nuestra convivencia nacional y estatal.
La prueba tendría que ser diseñada y atendida por psicólogos y médicos, necesariamente, para verificar la lucidez o los problemas mentales (complejos, traumas, paranoias, fobias, etc.), así como el coeficiente intelectual, el estado de salud física y una certificación antidoping de cada uno.
La entrevista consistiría en indagar sus grados reales de cultura (no de escolaridad, que se puede pasar de noche por las escuelas), calidad y cantidad de lecturas, niveles de comprensión de lo que se lee y escucha, ejecución de las operaciones aritméticas fundamentales, rangos de información relacionada con la historia, las noticias nacionales y del resto del mundo, congruencia mínima (no hablemos de sintaxis y concordancia, que sería excesivo) en el discurso oral y escrito, así como competencias mínimas en computación y la Internet.
Al final, todos los resultados serían materia de una evaluación que daría a cada partido capacidad de decisión sobre la persona que más conviniera, no a tal grupo sino a la sociedad total; no a determinada facción ni a las ambiciones de una élite.
Adoptado todo ello con honradez y buena fe, tal vez podríamos evitar la toma de las tareas de interés general por aventureros carentes de esfuerzos previos a favor de la entidad que quieren gobernar; por individuos que han vegetado (y cobrado, desde luego) en los puestos donde otros pudieron haberse desempeñado mejor; por personajes que luego quieran conducir el gobierno con la sola inspiración de sus antojos, voluntad, sentimientos y ambiciones personales; por sujetos con severos contratiempos existenciales y de personalidad; por ignaros que nunca llegan a entender la significación y trascendencia de la acción gubernativa, aconsejados por dudosas asesorías y guiados por su intuición elemental y analfabetismo funcional.
em_coronado@yahoo.com
Quienes se esfuerzan por recibir la candidatura de su partido para competir por cualquier cargo de elección pública, deberían ser previamente objetos de un análisis, luego de un estudio, un examen, una prueba y, al final, una entrevista.
El análisis habría de estar a cargo de un jurado ciudadano (como se integró el IFE, por ejemplo) que se allegase información objetiva y amplia sobre los antecedentes personales de los pretendientes, para decidir qué virtudes o incapacidades adornan a cada cual en su desenvolvimiento privado y como parte de la colectividad.
El estudio correría por cuenta de una comisión (tan confiable como sea posible) encargada de hacer el recuento de los méritos de los aspirantes en las tareas públicas que han tenido bajo su responsabilidad (o irresponsabilidad, según sea el caso).
El examen sería aplicado por gente conocedora de la Constitución y las leyes para saber si los que se sienten merecedores de ocupar el puesto que pretenden tienen noción suficiente y clara de las normas que hemos determinado para nuestra convivencia nacional y estatal.
La prueba tendría que ser diseñada y atendida por psicólogos y médicos, necesariamente, para verificar la lucidez o los problemas mentales (complejos, traumas, paranoias, fobias, etc.), así como el coeficiente intelectual, el estado de salud física y una certificación antidoping de cada uno.
La entrevista consistiría en indagar sus grados reales de cultura (no de escolaridad, que se puede pasar de noche por las escuelas), calidad y cantidad de lecturas, niveles de comprensión de lo que se lee y escucha, ejecución de las operaciones aritméticas fundamentales, rangos de información relacionada con la historia, las noticias nacionales y del resto del mundo, congruencia mínima (no hablemos de sintaxis y concordancia, que sería excesivo) en el discurso oral y escrito, así como competencias mínimas en computación y la Internet.
Al final, todos los resultados serían materia de una evaluación que daría a cada partido capacidad de decisión sobre la persona que más conviniera, no a tal grupo sino a la sociedad total; no a determinada facción ni a las ambiciones de una élite.
Adoptado todo ello con honradez y buena fe, tal vez podríamos evitar la toma de las tareas de interés general por aventureros carentes de esfuerzos previos a favor de la entidad que quieren gobernar; por individuos que han vegetado (y cobrado, desde luego) en los puestos donde otros pudieron haberse desempeñado mejor; por personajes que luego quieran conducir el gobierno con la sola inspiración de sus antojos, voluntad, sentimientos y ambiciones personales; por sujetos con severos contratiempos existenciales y de personalidad; por ignaros que nunca llegan a entender la significación y trascendencia de la acción gubernativa, aconsejados por dudosas asesorías y guiados por su intuición elemental y analfabetismo funcional.
em_coronado@yahoo.com