VOCACIÓN POR LA POLÍTICA
Tal vez sea fácil estar de acuerdo en
que la política se puede entender como la actividad a que nos impulsa el
interés por los asuntos públicos, de la comunidad social, de la ciudad o polis, en griego.
Ese interés tiene diversos grados de intensidad, como las otras ocupaciones
humanas: los hay quienes ven con alguna indiferencia las cosas concernientes a
la vida organizada de la colectividad, otros con apenas ciertas dosis de
atención, y algunos que asumen responsabilidades en este sentido, manifiestas
en el comentario, la crítica y la llana aportación de opiniones.
Pero están los que avizoran en la acción política directa la mejor
manera de poner en ejercicio las ideas propias (o ajenas, con las que se
comulga) al respecto del desarrollo y bien comunes.
Porque el fin último de la política debe ser la procuración de la
felicidad de la gente, expresada en el gobernar convenientemente en favor del bienestar
general. Nada menos que eso, aunque hay escépticos al respecto.
En esa procuración divergen las soluciones, en base a la experiencia aunque
todas ellas son siempre a futuro, sujetas a prueba de ensayo y error, como
meras hipótesis, pero el político militante pone alma, corazón y vida en ello a
pesar de que al final del camino pudiere interponerse la frustración, como
suele ocurrir.
Que nadie tema decir que los gobernados tenemos pleno y absoluto derecho
a exigir de nuestros políticos en el uso del poder, que nos consigan la
felicidad, así como a los médicos les demandamos salud y calidad de vida, a los
arquitectos la morada ideal para vivir, a los maestros el tipo de educación que
requerimos, a los plomeros el funcionamiento correcto de los fluidos
domésticos, etc.
Es asimismo advertible que en la vida política y la administración
pública (que no son lo mismo, aunque tienen cierta clase de parentesco) hay
quienes entran de “chiripa”, sin entender por qué ni para qué, por cercanías
con la familia o la amistad, en ocasiones directamente del oficio de cada quien
o simplemente de la calle, carentes de formación ideológica o teórica,
ignorantes de la función que deberán realizar, con la sola certeza de que el
erario es un botín que les corresponde por alguna razón de índole providencial,
y al que hay que depredar en los próximos dos, tres o seis años,
según sea el caso.
Son los que han deformado el elevado sentido de la política y la
administración pública, lo que a muchos lleva a considerar que todos los
políticos y todos los que gobiernan de alguna manera, son corruptos, ladrones e
irresponsables.
Se trata de una apreciación falsa, de un sofisma, porque significa una
generalización que también es injustamente aplicada por lo común a los
abogados, sacerdotes, mecánicos y toda la serie de personas a quienes confiamos
en determinado momento nuestro bienestar y tranquilidad; todos ellos son
servidores públicos, al fin y al cabo.
Quedan para el final los políticos con vocación y afán de realizarse
como profesionales, que es la manera en que cada quien satisface su vocación,
el llamado que siente recibir para vivir a plenitud.
Éstos forman una clase aparte y nada tienen qué ver con los falsos
políticos y funcionarios simuladores.
Son necesarios porque actúan con definición y convicciones claras; de tiempo
y pensamiento completos para su entorno social y más allá de él; buscan
soluciones permanentes, no para salir del paso; quieren con sinceridad y
determinación el bien de su gente, trátese del pueblo, el municipio, el estado
o la nación.
Es el tipo de político y administrador público que necesitamos, el
profesional, el teórico-práctico dotado de una ideología y una praxis que
pretende encauzar al bien de la generalidad que le confía su presente y
porvenir próximo.