ACTUALIDAD
EL IVA EN BCS
El impuesto
al valor agregado (IVA) fue implantado en México en 1980, con tasa inicial del
10 %, para sustituir al impuesto sobre Ingresos Mercantiles con la intención de
simplificar el esquema tributario de nuestro país, y fue en general bien recibido.
Sin embargo, diversos factores como las exenciones y tasa cero a diversos
productos redujeron su capacidad de recaudación.
Por ello, y a raíz de la crisis económica
nacional en diciembre de 1994, el gobierno debió elevar el IVA del 10 al 15 %
(dejando el 10 % para las entidades fronterizas), pero ocurrió que esa adecuada
estructura fiscal, mediante la cual se gravaba mayormente a quienes más
gastaban, se convirtió para los opositores en valioso elemento de satanización al
régimen federal.
Sin importar que se tomaran medidas
laterales para reintegrar de diversas maneras los recursos económicos a quienes
más los requerían, sus adversarios se propusieron dar al IVA la significación
política de saqueo financiero y abuso del poder.
Cuando el presidente Felipe Calderón decidió
en 2009 elevar la tasa de dicha contribución al 16 % (con excepción de los
estados de las fronteras, entre ellos BCS, que quedaron con el 11 %,), los
panistas debieron obtener el apoyo tricolor para concretar esa determinación.
El partido entonces en el poder pudo haber reducido el porcentaje, pero en vez
de eso estuvo conforme con el requerimiento de su administración y empujó el
incremento.
En
2013, en los inicios del gobierno del presidente Enrique Peña, y como parte de
la reforma fiscal, fue decretado el aumento del 5 % del citado impuesto para la
zona fronteriza con la finalidad de hacer del IVA un gravamen igual para todos
los mexicanos. Una vez aprobado en las cámaras federales con el visto bueno
priista y alguna cantidad de votos de la oposición, se aplica en todo el país
desde el 1 de enero de 2014.
Pero una reflexión sencilla puede llevarnos
a concluir cuánto tiempo hace realmente que pagamos el 16 % de IVA los
sudcalifornianos: Desde que entró en operación el sistema de transbordadores,
en 1964, los insumos de nuestra entidad han estado proviniendo crecientemente
del macizo continental mexicano, a despecho de las importaciones que, por la
incorporación de México al GATT (acuerdo general sobre Aranceles Aduaneros y
Comercio) en 1986, la reducción paulatina de los privilegios de la zona libre,
y la entrada de nuestro país al Tratado de Libre Comercio de Norteamérica
(1994), han dejado de competir ventajosamente, como lo hacían antes, con las
mercancías que atestan los camiones de carga procedentes del resto de la
República, de las cuales nos proveemos pues BCS es una economía básicamente del
sector terciario, o sea de servicios, sobre todo de actividad turística y burocrática.
Así, resulta ilógico creer que nuestros
proveedores nacionales hubieran pagado en sus lugares de origen el 16 % de IVA
desde que se instauró en 2009, y luego vinieran a aplicar aquí el 11 %. Serán
todo lo generosos que se quiera pero es ingenuo imaginar que estuvieran
dispuestos a perder la diferencia del 5 %. Sucede entonces que, invariablemente,
como debe ser y era de esperarse, ellos la han cargado a las mercancías que nos
venden.
Sin saberlo, pues, hemos estado pagando ese
16 % desde 2009, por lo cual nada cambió la disposición respect-iva.
Es más: el impuesto similar (“sales tax”) que debe sufragarse en los estados norteamericanos surtidores
de mercancías a nuestra media península, lo hemos cubierto desde siempre
integrado al precio de las cosas que importamos. Y ni quien diga nada...
Déjese, por tanto,
de endilgar a nuestros senadores de mayoría tantos epítetos injustos que han
recibido de sus confabulados adversarios partidistas, y de quienes se han dejado
llevar por la falacia, y coincidamos en admitir que los sudcalifornianos hemos
estado pagando el 16 % del IVA desde hace ya cinco años, que por decreto del
presidente Calderón se aplica en toda la República Mexicana.
(Imagen: Internet /
google.com.mx)
CRÓNICA HUÉSPED
LAS PITAHAYAS DE
CALIFORNIA*
Por el P. Juan Jacobo Baegert

Empiezan a
madurar a mediados de junio y duran más de ocho semanas. Para los californios,
la temporada de las pitahayas resulta su tiempo de cosecha, su otoño y su
carnaval; después de esa temporada empieza de nuevo el miserere de nueve meses. En esta estación del año pueden hartarse
siempre y hasta donde les dé la gana, sin trabajo y sin gastos, lo que no dejan
de hacer de una manera exagerada. A muchos les cae tan bien esta cebadura que,
a veces, cuando regresaban del campo, a las tres o cuatro semanas, para
saludarme, yo no podía decir a primera vista quién era éste y quién era el
otro, a pesar de conocer yo a todos como a mis hermanos; así tenían todo el
cuerpo y, más que nada, la cara, hinchados de tantas pitahayas.
La tercera fruta
o, mejor dicho, la otra variedad de las pitahayas es la agria, que sólo se da
en California, pues según siempre oí decir, no se encuentra en ninguna otra
parte, si no es que se halla hacia el norte, fuera de la península, a donde
ningún europeo ha llegado todavía. Esta variedad difiere de la dulce no sólo
por el sabor y el color, que siempre es rojo, sino por el tamaño que es
incomparablemente mayor al de la dulce y, a menudo, con una sola me ha sobrado
para el postre. He oído platicar también de una especie que pesa dos libras, y
de otra amarilla que se da en la parte más septentrional de California.
Al acabarse la
temporada de las pitahayas dulces empieza la de las agrias, pero de estas
últimas no hay la misma abundancia que de las primeras. En algunos años no he
llegado a ver o tener sobre mi mesa más que una media docena. Las plantas
sobran en el campo, pero entre cientos de ellas sucede muchas veces que ni una
da fruto, y si acaso tiene uno la suerte de encontrárselas en una mata, puede
contarlas con los dedos. Sin embargo, en ambas costas las hay con más
abundancia.
La planta que
produce esta fruta es de estatura baja y casi se arrastra en el suelo; sus
ramas o brazos no tienen más que seis a siete dedos de grueso, pero a veces hay
tantas que cubren un especio de muchas brazas a la redonda. En cambio, la poca
altura y lo delgado de las ramas quedan compensados, con exceso, con el tamaño
y lo fiero de las espinas, contrastando con las de la planta que da la fruta
dulce. Al primer golpe de vista no se nota otra cosa que puras espinas, y se
tiene la impresión de que todas las ramas estuviesen ceñidas con un cilicio de
doce hileras de púas muy puntiagudas y del largo de un dedo. Unas líneas
fortificación de estas plantas frente a un ejército deberían ser tan eficaces
como todas las palizadas y caballos de Frisia juntas.
La pitahaya
agria es más sabrosa que la dulce, aunque embota los dientes, de lo cual
probablemente no se dan cuenta los californios, o que tal vez ni saben, porque
nunca comen pan luego después; espolvoreada con azúcar, merecería ser servida
en la mesa de príncipes. Y con esto basta de las frutas de California, en vista
de que los europeos que viven en California sacarían muy poco provecho de lo
que he dicho, y de que no hay necesidad de molestar o turbar la memoria del
lector con las muchas variedades y diferencias que hay entre las pitahayas.
(Imagen: Simón O. Mendoza.)
* En Noticias de la
península americana de California, Gobierno de BCS, La Paz, 1989, págs.
44-45. El jesuita alemán autor de esta obra, sirvió como misionero en San Luis
Gonzaga Chiriyaquí (BCS) todos los
años que vivió en California, de 1751 a 1768.
EL OTRO MEXICANO (II)
En la primera parte de esta serie breve de textos de
viajeros que en ocasiones diferentes han intentado definir el perfil de los
sudcalifornianos, dijimos que buena parte de ellos pueden encontrarse en el
capítulo ‘Retrato de los californios’ del libro “Los últimos californios”, de Harry Crosby, en que previamente
explica que “Para cuando México se había liberado de España, gran parte de los
californios ocupaban lo que llamaríamos la clase media-baja; eran pobres pero
independientes, una combinación poco común entre otras partes de su nueva
nación. Los bajacalifornianos estaban desarrollando un estilo sencillo de
orgullo y dignidad que los distinguiría durante el próximo siglo.”
Frederick Debell
Bennett fue un naturista enviado a un viaje de tres años navegando por los
mares del planeta para obtener mejor conocimiento del cachalote, con propósitos
de pesca e industrialización. De ello resultó un libro en 1835 del que, para
nuestro interés particular, tomamos una descripción de la vida peninsular
californiana. De la mujeres dice que “son notables y modestas”, y de los
hombres, que “son expertos jinetes y sobresalen en el uso del lazo.” Recuerda
que a pesar de “su dieta monótona y altamente carnívora, esta gente es sana,
activa y robusta... Viven contentos y por consiguiente felices, y su conducta
entre sí, al igual que hacia nosotros, era igualmente cortés y hospitalaria.”
James Hunter
Bull, originario de Pennsylvania, en 1843 estuvo en México; de vuelta a su país
decidió pasar por California, y en Sonora tomó una embarcación a Mulegé. En su
estadía peninsular confiesa que fue “inmediatamente cautivado por la diferencia
de carácter entre la gente de California y la de México. Hay mucha
independencia de comportamiento, una mayor libertad de pensamiento y expresión;
nada hay en esta gente de la servil cortesía que se observa necesariamente en
los modales de los mexicanos. El altivo y orgulloso español exigió a los
mexicanos obediencia servil; la misma característica está profundamente grabada
en el comportamiento de sus descendientes. El californio se jacta de
California; no reclama parentesco con el mexicano.”
La parte de la
guerra de los Estados Unidos contra México (1846-1848) que tuvo como escenario a
la península de Baja California produjo, entre otras cosas, relatos que pintan
la fisonomía colectiva de sus pobladores, como la del teniente Edward Gould
Buffum, integrante de los Voluntarios de Nueva York, quien escribió que “La
gente de Baja California es una curiosa raza de seres; aislados de su madre
patria y abandonados por ella, han asumido una cierta independencia de
pensamiento y conducta que nunca encontré en Alta California, pero jamás ha
vivido una clase de gente más bondadosa de corazón y hospitalaria.”
Otro personaje
que también participó en la ocupación norteamericana fue William Redmond Ryan,
un aventurero inglés cuyas experiencias fueron editadas en la capital de su
país, a base de textos y dibujos. Entre ellos puede leerse que “Los habitantes
de La Paz son más inteligentes que la gente de Monterrey [Alta California]...”
Después de la
invasión estadounidense tuvo lugar en Alta California la fiebre de oro, que en
1849 produjo el fenómeno conocido por entonces como los “Forty-niners”, precisamente
los cuarentaynueves (denominación que en 1946 adoptó un equipo de futbol
americano de San Francisco, Alta California). Fueron grupos de migrantes de
todas partes del mundo que llegaron a California continental en busca del oro anunciado;
algunos de ellos llegaron por la ruta peninsular.
El primer diario
de un “Forty-niner” en la Baja California fue el de W. C. S. Smith, quien dijo
que los sudcalifornianos eran “Gente muy amable..., mejor gente que los
mexicanos.” De Comondú expresa que “Un lugar no podía estar más aislado que
éste. Sin embargo, la gente se ve contenta. Están bastante civilizados y una
gran porción de ellos tiene sangre en parte castellana.”
Finalmente se
transcriben aquí los dos últimos párrafos del ensayo “Identidad y cultura del
californio mexicano”, de Patricio Bayardo Gómez:
“La California
mexicana siempre ha marchado contra la adversidad. Es y será tierra de
migrantes en cualquier periodo que se le estudie. Como en la novela medieval,
la peninsularidad tiene una fuerte atracción, mezcla de sueño y aventura, en
una especie de renacimiento personal, que en un largo o corto proceso de
arraigo se convierte en segunda tierra o patria adoptiva.
“Cada migrante
adquiere una insularidad prototípica, intransferible, a veces difícil de
explicar. El californio mexicano moderno –nativo o por adopción—es producto de
una larga jornada histórica que da sucesivos giros frente a un espejo que es antiguo
y actual. La Baja California mexicana es una eterna utopía. Un sueño fugaz. Una
esperanza que se desvanece. O una polimórfica realidad en movimiento continuo.”
CRÓNICA HUÉSPED
Sucedió, hacia los primeros años de este siglo [XVIII], y
de la conquista [jesuítica], que un niño de la misión de San Javier, habiendo
ido a Loreto, el padre que allí estaba envió con él dos panecillos al padre
Juan de Ugarte, misionero de San Javier, y juntamente cartas en que, además de
lo que ocurría, le avisaba de los dos panecillos que le enviaba (lo cual en
aquel tiempo era un especial regalo por no hacerse pan sino en Loreto, y esto
no de continuo sino cuando habían traído harina de la otra banda del mar). El
indio en el camino probó el pan y, como le supo bien, fue comiendo hasta que
acabó con todo, creyendo que, como iba solo, nadie lo sabría. Llegó a San
Javier y entregó su carta al padre Ugarte quien, viendo lo que en ella le
decían, dijo al indio que le entregase lo que en Loreto le dijeron que trajera
al padre. Respondió que nada le habían dado. Replicó el padre que le habían
entregado dos panecillos. Volvía a decir el indio que nada había recibido. Y
como el padre aún instase sobre lo mismo, preguntó el indio:
- ¿Pues quién
dice que me han entregado eso para ti?
- Éste lo dice –respondió
el padre, mostrándole el papel.
Admiróse el
pobre neófito de que una cosa tan pequeña y tan delgada pudiese hablar.
- No obstante –dijo—,
si el papel lo dice, miente.
Dejóle con esto
el padre, conociendo lo que había sucedido. Pasado algún tiempo volvió a
repetirse el caso porque, habiendo ido a Loreto el mismo indio, y encargándole
allí que llevase al padre Ugarte no sé qué comestible, con carta en que le
avisaban lo que le remitían, el portador en el camino quería comerlo pero tenía
miedo a la carta de quien ya tenía experiencia, le avisaba al padre lo que
pasaba. Mas, apretándole la ansia de
comerlo, se apartó un poco del camino, puso el papel detrás de un peñasco y,
escondiéndose él en otra parte comió todo lo que llevaba y, acabado, fue a
tomar su carta y con ella prosiguió el camino.
Llegado a San Javier,
el padre Ugarte, leída su carta, le reconvino para que entregara lo que en
Loreto le habían dado. Respondió que a él no le habían dado nada. Replicó el
padre que él sabía bien que le habían entregado tal cosa para que la trajera al
padre.
- ¿Quién lo
dice?, preguntó el indio.
- Éste lo dice– respondió
el padre Ugarte, mostrándole el papel.
- Pues éste
miente —repuso el otro--; la otra vez es verdad que yo comí el pan delante de
él, mas ahora yo le escondí y me puse en donde él no me viera, pues si ahora
dice que yo lo comí, miente; porque él no me ha visto comer ni sabe lo que yo
hice.
Por este caso se
conoce bastantemente cuán lejos estaban los californios de tener noticia del
artificio de las letras.
Historia natural y
crónica de la Antigua California, edición y estudio preliminar de Miguel
León-Portilla, UNAM, fragmento del cap. “De las diversas naciones y lenguas que
pueblan la California”.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)