CRÓNICA HUÉSPED

LAS PITAHAYAS DE CALIFORNIA*

Por el P. Juan Jacobo Baegert

Las pitahayas forman la otra especie de las frutas californianas. Éstas tienen forma esférica, del tamaño de un huevo de gallina, y contienen, debajo de su cáscara verde, gruesa y correosa, cuya superficie está cubierta, como un puerco espín, con infinidad de pequeñas espinas muy puntiagudas y resistentes, una carne a veces color sangre, a veces blanca como la nieve, y llena de semillitas negras, como granitos de pólvora. Esta fruta es dulce pero de un sabor no muy agradable, si no es que se le prepare con azúcar y jugo de limón. Se dan en la punta de las ramas de la mata [...] que tiene un millón de espinas. De estas plantas hay abundancia en todo el país, y sobre algunas de ellas se dan las frutas a centenares, creciendo como en el cardón, sobre las costillas de las vigas.
   Empiezan a madurar a mediados de junio y duran más de ocho semanas. Para los californios, la temporada de las pitahayas resulta su tiempo de cosecha, su otoño y su carnaval; después de esa temporada empieza de nuevo el miserere de nueve meses. En esta estación del año pueden hartarse siempre y hasta donde les dé la gana, sin trabajo y sin gastos, lo que no dejan de hacer de una manera exagerada. A muchos les cae tan bien esta cebadura que, a veces, cuando regresaban del campo, a las tres o cuatro semanas, para saludarme, yo no podía decir a primera vista quién era éste y quién era el otro, a pesar de conocer yo a todos como a mis hermanos; así tenían todo el cuerpo y, más que nada, la cara, hinchados de tantas pitahayas.
   La tercera fruta o, mejor dicho, la otra variedad de las pitahayas es la agria, que sólo se da en California, pues según siempre oí decir, no se encuentra en ninguna otra parte, si no es que se halla hacia el norte, fuera de la península, a donde ningún europeo ha llegado todavía. Esta variedad difiere de la dulce no sólo por el sabor y el color, que siempre es rojo, sino por el tamaño que es incomparablemente mayor al de la dulce y, a menudo, con una sola me ha sobrado para el postre. He oído platicar también de una especie que pesa dos libras, y de otra amarilla que se da en la parte más septentrional de California.
   Al acabarse la temporada de las pitahayas dulces empieza la de las agrias, pero de estas últimas no hay la misma abundancia que de las primeras. En algunos años no he llegado a ver o tener sobre mi mesa más que una media docena. Las plantas sobran en el campo, pero entre cientos de ellas sucede muchas veces que ni una da fruto, y si acaso tiene uno la suerte de encontrárselas en una mata, puede contarlas con los dedos. Sin embargo, en ambas costas las hay con más abundancia.
   La planta que produce esta fruta es de estatura baja y casi se arrastra en el suelo; sus ramas o brazos no tienen más que seis a siete dedos de grueso, pero a veces hay tantas que cubren un especio de muchas brazas a la redonda. En cambio, la poca altura y lo delgado de las ramas quedan compensados, con exceso, con el tamaño y lo fiero de las espinas, contrastando con las de la planta que da la fruta dulce. Al primer golpe de vista no se nota otra cosa que puras espinas, y se tiene la impresión de que todas las ramas estuviesen ceñidas con un cilicio de doce hileras de púas muy puntiagudas y del largo de un dedo. Unas líneas fortificación de estas plantas frente a un ejército deberían ser tan eficaces como todas las palizadas y caballos de Frisia juntas.
   La pitahaya agria es más sabrosa que la dulce, aunque embota los dientes, de lo cual probablemente no se dan cuenta los californios, o que tal vez ni saben, porque nunca comen pan luego después; espolvoreada con azúcar, merecería ser servida en la mesa de príncipes. Y con esto basta de las frutas de California, en vista de que los europeos que viven en California sacarían muy poco provecho de lo que he dicho, y de que no hay necesidad de molestar o turbar la memoria del lector con las muchas variedades y diferencias que hay entre las pitahayas.
  
    (Imagen: Simón O. Mendoza.)





* En Noticias de la península americana de California, Gobierno de BCS, La Paz, 1989, págs. 44-45. El jesuita alemán autor de esta obra, sirvió como misionero en San Luis Gonzaga Chiriyaquí (BCS) todos los años que vivió en California, de 1751 a 1768.