LA NEGATIVIDAD NACIONAL
Proliferan los anuncios de esta naturaleza: No estacionar,
no entrar, no subir, no tocar, no pasar, no, no, no...
Resulta así
sumamente molesto que cualquier fulano (a), con un marcador y una cartulina, se
arrogue el derecho de decir a todo el mundo aquello que tiene prohibido hacer,
o que definitivamente le será imposible lograr. En tal tipo de avisos -- que más bien poseen la connotación de
advertencias y amenazas-- se expresa una
prepotencia que intenta ocultar problemas psicológicos severos.
El empleo tan
insistente del adverbio “no” en toda clase de letreros tiene origen lamentable
y consecuencias malignas: se genera en el complejo nacional de inferioridad, en
las frustraciones que produce el desempeño forzoso de un trabajo inevitable
hasta la jubilación soñada y liberadora, en las amarguras que derivan de los
conflictos familiares ocasionados, en parte considerable, por el bajo poder
adquisitivo del salario, etc.
La lectura de
ese agresivo vocablo engendra incomodidad, molestia, sentimiento de deterioro
de la dignidad propia. Cada uno de sus lectores siente irremediablemente que
fue escrito pensando en él para obstaculizarlo, para dañarlo, para
empequeñecerlo, haciéndolo sentir reducidos sus derechos y libertades.
Octavio Paz, en El laberinto de la soledad ("Los hijos de la Malinche"), se refiere a las
palabras prohibidas de la lengua nacional, y en particular a aquélla con la que
nos reconocemos, a la que el autor asocia con la maternidad, la violación y la
burla por la fuerza.
De tal modo
puede asociarse, al término que nos ocupa, la imagen autoritaria y todopoderosa
del padre: todo aquel que aplica la palabreja en un texto dedicado a los
potenciales solicitantes de sus servicios, o simplemente a quien se atreva a
pasar por ahí (no esto, no aquello, no lo otro...), le está haciendo saber
quién es el que decide, el que prohíbe, el que ordena.
Por ello debería
tipificarse en algún dispositivo legal la pena que corresponde a la agresión de
que somos objeto en cuanta oficina sufrimos la desgracia de caer: agresión
visual que deviene daño psicológico de consecuencias diversas e imprevisibles,
porque se sale de ahí con una idea más pobre de uno mismo: Alguien,
probablemente un semianalfabeto, está haciendo saber, por medio de un letrero,
que él (o ella) es quien posee el poder de mandar, “el poder arbitrario, la
voluntad sin freno y sin cauce”, como dice también Paz en su obra citada.
Porque si los
cánidos expelen orina para demarcar su territorio, los oscuros jefecillos
siempre encuentran algo qué vedar para hacer su cartelito, colocarlo en lugar
visible y con ello informar a todos los que por ahí se acerquen, que ese
espacio, aunque pequeño como él, es suyo y en él dicta su voluntad soberana, al
margen de toda norma y política institucional.
Quizás haya
manera de cambiar esa negatividad en actitudes positivas: pudiera rehuirse al
extremo caer en la tentación de escribir uno de esos anuncios insolentes; pero
si es inevitable tener que hacerlo, es posible siempre hallar términos más
amables, menos drásticos y dolorosos para impedir algo, sin lastimar.
Todo es cuestión
de buena voluntad, inhibición del impulso ofensivo, verdadero espíritu de
servicio, de solidaridad y, obviamente, mínima capacidad para elaborar
inscripciones respetuosas de la dignidad humana, carentes del perverso
adverbio.
(Imagen:
auxilioblog.blogspot.com/)