LIBRERÍA


Los candados del destino, por Armando Trasviña Taylor, Ediciones sudcalifornianas, Xalapa, Ver., 2000.

Tal vez Armando Trasviña Taylor haya deseado, en el fondo, que su primera novela hubiese sido autobiográfica, metido en los zapatos decimonónicos de su más remoto ascendiente británico en tierra americana, errabundo transcontinental y simiente del clan tayloriano de Sudcalifornia.
Pero lo es, después de todo, porque el autor de Los candados del destino debió hacer recuento de todos sus atavismos para explicar quién y qué fue el personaje que en la obra es llamado simple y castellanamente Tomás: carpintero de barco, vida sin conflictos hasta que se la complica en el encuentro y la toma de mujer en un pueblo chico-infierno grande. Aquí empieza realmente el interés por seguir la huella de este trashumante y su cargamento fatal cuya fotografía aparece en la portada del libro de 127 páginas, y que aún corona, testimonial, el túmulo de Thomas E. Taylor en el panteón de los Sanjuanes, escenario donde inicia y halla cerradura el texto.
Acaso para recordarnos que las vidas de todos están signadas, de principio a fin, por los candados: catenatus, sujeto con cadenas.

En cada lance que echaban sentían un golpe en el pecho. De un entierro, hasta que sucede se dan cuenta de que es para siempre.

Cuando Jaime Torres Bodet opina que “la mejor cualidad del novelista moderno estará, pues, en su escrupulosa fidelidad a la memoria”, probablemente no se refiere a la memoria histórica sino a la que enfrentan el escritor y sus lectores en la búsqueda de lo que, más recientemente, Milan Kundera llama el enigma del yo, que es, al decir del checo, “una de las cuestiones fundamentales en las que se basa la novela en sí”.
Si bien escribir una novela es “tan seductor como emprender un viaje”, como dice también el mismo Torres Bodet, parece que la tarea fue para Trasviña Taylor un desembarazo imprescindible y de inefable ternura que se advierte en el planteamiento narrativo. Quizá esta obra tardó tantos años en aparecer, más que por falta de tiempo o voluntad para escribirla, por renuencia al encuentro con las imágenes ancestrales. Viejas y queridas, al cabo.

Llegó el momento en que el polvo les cegó la vista y empezaron a perfilarse, como fantasmas, los recuerdos. Entonces se fueron retirando poco a poco de la tolvanera.

Como fuere, don Tomás, que no es ni héroe, ni loco, ni protagonista trágico, sino individuo común que aísla el microscopio escritural de Trasviña para escudriñarlo mejor, es vórtice en torno al cual se explican acontecimientos de la península de Baja California que de muchas maneras dieron carácter, contenido y dimensión a la antigua California de nuestros días.
Sin embargo, a pesar de sus innegables aportaciones para explicar sucesos del pretérito, el volumen ha de ser disfrutado como ente artístico y filosófico más que como libro de consulta, porque la exactitud histórica es exigencia de la que está liberado de antemano el escribidor, toda vez que su compromiso es con la existencia, no con la realidad.
Vale decir que Los candados... no es, en modo alguno, novela de modelo clásico; más acá de herrajes de principio-nudo-desenlace, resulta forma de repensar nuestro pasado social y personal; finalmente, todos, en más de un sentido, somos don Tomás.
En este caso también, el novelador no puede escapar a su oficio de poeta, y así la poesía (que no se busca sino se encuentra) está a la vuelta de todas las esquinas de la obra:

La tarde entraba en silencio, de puntitas, con su frasco de sudores en derrame, y un árbol de macapul, que estaba al pie del andén, hizo más amplia su sombra...

Gente, pueblos, costumbres, tradiciones, habla y chismografía populares, ritmos cotidianos penetran (como Pedro por su casa, porque es su casa) en el cuerpo de la novela; el tráfago de circunstancias es suculenta, amorosamente familiar:

Era ya un rito religioso de las costumbres domésticas colocar en la banqueta la poltrona por las tardes para recibir el viento que, con el mote de Coromuel, sopla viniendo del sur, entre las cinco y las seis de las tardes mansas, sesteantes...

Si usted aún no la ha leído, está viviendo en pecado mortal, de veras.