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EVOCACIÓN DE ALBERTO ALVARADO

Respetado y amado por su familia; respetado, admirado y convertido en orgullo del pueblo al que sirvió durante toda su existencia, Alberto Andrés Alvarado Arámburo tiene, desde su vida y desde su muerte, un sitio de legítimo privilegio en la memoria y los afectos de esta sociedad.
Desde su joven desempeño en la función pública, durante sus tareas legislativas hasta su madura asunción como gobernante de nuestra tierra, Alvarado Arámburo se vierte al servicio de los demás con talento y generosidad, y lo entiende como desempeño eficiente pero también como pasión; como trabajo social irrenunciable y realización personal imprescindible.
Emprendedor nato, necesitaba crear y se recreaba en ello. Era trabajador e impulsaba a trabajar a los demás, con don de mando, trato suave y mano firme. Por eso era estricto con los suyos, con sus amigos y colaboradores, pero primordialmente consigo mismo.
No temía a la inteligencia porque él era persona inteligente, y para gobernar se rodeó no de cómplices, sino de quienes le garantizaban eficacia en la comisión asignada, y que terminaron siendo sus amigos.
Hombre de familia, amigo, funcionario y político de tiempo completo: eso fue Alberto Alvarado, y lo recordamos en el poliedro de su personalidad intensa, en el tráfago de su intención franca, en la consecución integral de sus acciones como gobernante que siguen ahí, señalando metas y apuntando rumbos.
Bastarían el Plan Hidráulico Estatal -por cuyas bondades seguimos teniendo agua potable en el presente- y la Unidad Cultural de los Cuatro Molinos que él quiso denominar con el nombre de un preclaro maestro, para convertir a su sexenio en paradigma de avance en la crisis que enfrentó y superó con valor, optimismo y visión, sin alharaca; pero también están ahí están las reformas que impulsó para compactar y dinamizar la administración pública estatal.
Conciliador y cuidadoso de la armonía entre los factores de la producción y la tranquilidad social, una de sus satisfacciones era anunciar, en cada informe de gobierno, que en ese año no había estallado ni una sola huelga de competencia local.
Ahí están sus arengas en el discurso encendido convocando al trabajo, a la productividad, a la unidad social, al amor a Baja California Sur, a la Sudcalifornidad, porque hemos de recordar que a él se debe la primera conceptualización expresa de ésta en su V informe de gobierno, cuando la definió como “ese sentimiento particular que nos vincula a esta tierra generosa, a sus desafíos y posibilidades, a sus características y a su destino.”
Con seguridad, Alvarado Arámburo jamás hubiera permitido que se cambiara de nombre a ensenada de Muertos y a la isla Cerralvo, que fuese malbaratado el patrimonio común, que se pretendiera cambiar agua por oro en las entrañas de la sierra de la Laguna, o que sucedieran las cosas que ahora vemos con indignación, horror, temor y preocupación que ocurren en lo que fue nuestra tranquila y segura entidad en otro tiempo.
Porque tratándose del bien de Sudcalifornia, Alberto era intransigente e insobornable.
En el tercer lustro de su prematura y lamentable desaparición, propongámonos que su memoria aliente los afanes de la comunidad sudcaliforniana para superar todo lo que la agobia ahora, y podamos repetir con él: “Adelante, sudcalifornianos: el futuro es nuestro.”

em_coronado@yahoo.com