LA EFICACIA INADVERTIDA
En las sesiones plenarias de la Comisión de las Californias (integrada por representantes oficiales de las dos Californias mexicanas y la estadounidense) colaboraba un traductor simultáneo de ambas lenguas, tan eficiente que llegaba un momento en que los asistentes olvidábamos los audífonos colocados en la cabeza, con la ilusión de que por cuenta nuestra entendíamos cabalmente todo lo que se decía en el otro idioma.
El traductor se colocaba con sencillez junto a uno de los muros laterales del salón de reuniones y ahí, desde su micrófono y transmisor inalámbrico, sin hacerse notar, realizaba su importante y, para la mayoría, imprescindible trabajo. Así se lo hicimos saber en alguna ocasión al tiempo que lo felicitábamos por su labor discreta que generalmente terminaba por pasarnos inadvertida.
Con sabiduría que da el oficio nos explicó que en eso consideraba él que consistía la eficacia de su cometido: hacerlo tan bien que no se sintieran su presencia ni su tarea.
Igual cosa ocurre con elementos tan importantes de nuestro organismo como el corazón, que cuando funciona bien dejamos de sentirlo y entonces hasta nos olvidamos de víscera tan preciada de nuestra existencia. Pero sabemos que ahí se encuentra, más efectivo mientras más modesto, funcionando para que sigamos vivos.
Lo anterior viene a cuento por el excesivo empeño que ponen los funcionarios públicos en dar a conocer lo que hacen y lo que ello cuesta, como si no se les pagara bastante bien por su quehacer y como si el gasto o la inversión salieran de su propio bolsillo.
Ese afán de aparecer todos los días en los medios de información llega a ser enfermizo y termina por molestar, pues a base de divulgación insistente sobre la obra de gobierno se pretende hacer creer a la gente que se está administrando adecuadamente la cosa pública.
Nada más alejado de la verdad: quien realmente cumple sus funciones no requiere hacer aspavientos ni ensalzarse (con gloria vana); la buena obra de gobierno se ve, se percibe, se siente, sin necesidad de que la fotografía del gobernante aparezca varias veces en el periódico y la revista, y de que su nombre se repita hasta el cansancio en los órganos oficiales de radio y televisión.
Hay padres inteligentes que enseñan a sus hijos ver la televisión con sentido crítico, de manera que aprenden a captar los anuncios como lo que son: simples elogios a productos que cada comerciante quiere vender.
El sector pensante de la sociedad sabe que toda promoción mediática a la obra de gobierno conlleva finalidad propagandística y tiene un precio (con cargo al erario, que es decir a nuestras contribuciones), como cualquier artículo comercial, y que las proclamas sobre las supuestas virtudes de tal o cual realización están preparadas desde el propio poder, o sea que constituyen autoelogios que el individuo responsable debe escuchar y leer siempre con la dosis conveniente de incredulidad y desconfianza.
Correo e.: em_coronado@yahoo.com
En las sesiones plenarias de la Comisión de las Californias (integrada por representantes oficiales de las dos Californias mexicanas y la estadounidense) colaboraba un traductor simultáneo de ambas lenguas, tan eficiente que llegaba un momento en que los asistentes olvidábamos los audífonos colocados en la cabeza, con la ilusión de que por cuenta nuestra entendíamos cabalmente todo lo que se decía en el otro idioma.
El traductor se colocaba con sencillez junto a uno de los muros laterales del salón de reuniones y ahí, desde su micrófono y transmisor inalámbrico, sin hacerse notar, realizaba su importante y, para la mayoría, imprescindible trabajo. Así se lo hicimos saber en alguna ocasión al tiempo que lo felicitábamos por su labor discreta que generalmente terminaba por pasarnos inadvertida.
Con sabiduría que da el oficio nos explicó que en eso consideraba él que consistía la eficacia de su cometido: hacerlo tan bien que no se sintieran su presencia ni su tarea.
Igual cosa ocurre con elementos tan importantes de nuestro organismo como el corazón, que cuando funciona bien dejamos de sentirlo y entonces hasta nos olvidamos de víscera tan preciada de nuestra existencia. Pero sabemos que ahí se encuentra, más efectivo mientras más modesto, funcionando para que sigamos vivos.
Lo anterior viene a cuento por el excesivo empeño que ponen los funcionarios públicos en dar a conocer lo que hacen y lo que ello cuesta, como si no se les pagara bastante bien por su quehacer y como si el gasto o la inversión salieran de su propio bolsillo.
Ese afán de aparecer todos los días en los medios de información llega a ser enfermizo y termina por molestar, pues a base de divulgación insistente sobre la obra de gobierno se pretende hacer creer a la gente que se está administrando adecuadamente la cosa pública.
Nada más alejado de la verdad: quien realmente cumple sus funciones no requiere hacer aspavientos ni ensalzarse (con gloria vana); la buena obra de gobierno se ve, se percibe, se siente, sin necesidad de que la fotografía del gobernante aparezca varias veces en el periódico y la revista, y de que su nombre se repita hasta el cansancio en los órganos oficiales de radio y televisión.
Hay padres inteligentes que enseñan a sus hijos ver la televisión con sentido crítico, de manera que aprenden a captar los anuncios como lo que son: simples elogios a productos que cada comerciante quiere vender.
El sector pensante de la sociedad sabe que toda promoción mediática a la obra de gobierno conlleva finalidad propagandística y tiene un precio (con cargo al erario, que es decir a nuestras contribuciones), como cualquier artículo comercial, y que las proclamas sobre las supuestas virtudes de tal o cual realización están preparadas desde el propio poder, o sea que constituyen autoelogios que el individuo responsable debe escuchar y leer siempre con la dosis conveniente de incredulidad y desconfianza.
Correo e.: em_coronado@yahoo.com