RESEÑA

CRÓNICAS DE MI PUERTO

   Diríase que Crónicas de mi puerto viene a ser simbiosis afortunada de realismo costumbrista con el ejercicio de la microhistoria que alentó desde su Colegio de Michoacán don Luis González y González.
   Valiente atrevimiento, pues, el de la maestra Rosa María Mendoza, que sin más antecedente que el de su exitoso primer libro Huellas ancestrales, auténtico best seller regional publicado hace catorce años y vuelto a editar apenas un año después, y sin más galas historiográficas que el productivo amor por la tierra de sus antepasados y propia, así como por el profundo conocimiento que ha adquirido de ella mediante el acopio de papeles, fotografías, recortes, memorias personales y entrevistas, que ha vertido con ordenada amenidad en el libro que ustedes leerán deleitosamente una vez que lo adquieran porque, si no, la casa pierde, ya que esta primera edición fue financiada generosa, solidaria y totalmente por un grupo de sus familiares. Únicamente es de lamentarse que, para su emblema, dicho grupo haya optado por uno de los adjetivos más ásperos del nombre de nuestra entidad, y omitido el nombre de California que, como se sabe, y es incontrovertible, le corresponde en primer término, con lo cual queda negado, al menos en parte, lo que Rosita defiende y promueve.
   Pero digámoslo de una vez: El libro que hoy se presenta es un ente gozoso, donde los paceños reconoceremos aspectos de nuestra ciudad que hasta hoy ignorábamos o habíamos olvidado, y quienes han adoptado a La Paz como hogar permanente hallarán muchas razones para sentirse satisfechos de haber decidido vivir en un asentamiento humano rico en historia, vigoroso, dinámico, pletórico de valores que desde sus orígenes poseyó vocación urbana, primero como puerto, al que dio el nombre de Santa Cruz el propio Hernán Cortés en 1535, y que rebautizó como La Paz Sebastián Vizcaíno en 1596; luego como real, creado por el padre Kino en 1683; enseguida como misión, fundada por el también jesuita Juan de Ugarte en 1720; y finalmente como capital, que estableció en 1830 el gobernador José Mariano Monterde, quien más tarde –valga la acotación-- habría de dirigir la defensa del Castillo de Chapultepec en su calidad de director del Colegio Militar, contra la intervención estadounidense.
   Hace poco preguntaba un empresario local --a quien las dificultades financieras dañaron recientemente sus negocios--  que si alguna vez este cronista había visto tan mal a La Paz como en los últimos tiempos; se refería básicamente, por supuesto, a la economía y los servicios.
   La respuesta fue afirmativa, añadida la certeza de que, en tales materias, ninguna época pasada fue mejor nuestra ciudad; todo en ella ha sido posible mediante afanes extraordinarios de sus habitantes, capaces de enfrentar y superar dificultades como la distancia de los centros de abastecimiento, la nula existencia de ríos superficiales, la escasez de los recursos acuíferos del subsuelo y el pobre régimen de lluvias, en fin, lo que todos los paceños (y los sudcalifornianos en general) conocemos sobradamente, y que han limitado un desarrollo proporcional y justo a los empeños.
   Desde sus inicios de crecimiento demográfico, hacia 1823 en que el señor Juan García obtuvo el primer permiso de los concedidos por el gobierno para poblar aquel paraje con gente del sur peninsular, y construyó la casa en la cual hizo un preliminar depósito de mercancías --lo cual puede considerarse el origen de la vida comercial en esta región--, la ciudad ha ido desarrollándose de modo gradual merced a la tenacidad de su gente.
   Algún día de mayo de 1960 quedó inaugurado el nuevo sistema de agua potable y alcantarillado de esta capital, que amplió de manera considerable la dotación de esos servicios a buena cantidad de sus habitantes, residentes más allá del centro citadino.
   Todo ello es parte de la historia de un pasado duro y aleccionador. Ahora las cosas son un poco menos difíciles, aunque los problemas persisten, como persiste, como siempre, la decisión de resolverlos.
   Pero volvamos al libro: En términos generales, su contenido puede ser dividido en una primera parte épica, en lenguaje de tercera persona; y una segunda lírica, donde la autora se vierte entera y desnuda su paceñidad. Quiero decir que el texto inicia con una serie de capítulos que se refieren a lo que otros han dicho de esta ciudad, y termina con lo que la escritora recuerda y quería decir, y dijo, de su ciudad amada.
   Hay títulos que pueden recordarse como antepasados ilustres de este fruto evocador de la historia común, algunos de los cuales se mencionan en la obra, aunque la lista es apenas una muestra de lo cuantioso que se ha generado en esta materia: Alma California, de Abel Camacho Guerrero; los Apuntes históricos de Baja California, de Manuel Clemente Rojo; Baja California ilustrada, de John R. Southworth; El otro México, de Fernando Jordán; todos los textos de Jesús Castro Agúndez; La literatura en BCS y Los candados del destino, de Armando Trasviña Taylor; La Paz de antaño, de Rogelio Olachea Arriola; Los últimos californios, de Harry Crosby; Pervivencias, de Félix Ortega Romero; y varios otros que hablan del interés que ha provocado en muchos, propios y visitantes, la cotidianidad paceña en particular, y sudcaliforniana en términos de mayor amplitud.
   Concluyo: Rosa María Mendoza Salgado aporta con Crónicas de mi puerto un nuevo y espléndido integrante de la comunidad bibliográfica de esta parte de México, con que cumple de verdad su propósito de compartir búsquedas y hallazgos que vendrán a enriquecer de elementos ciertos a nuestra identidad, a validar nuestra pertenencia y a legitimar aún más el orgullo de ser paceños.

(En la presentación del libro, el viernes 10 de abril de 2015 en el Archivo Histórico de BCS. Imagen: Alejandrino de la Rosa.)