CALIFORNIA
MEXICANA PARA CRIMINALES
Con fecha 25 de agosto de 1862,
el ministro de Justicia, Fomento e Instrucción Pública de México, envió una
circular a los gobernadores del país -el
del territorio de Baja California era Teodoro Riveroll- en la cual anexaba la ley que destinaba las
penínsulas de Yucatán y la Baja California a la colonización de “los vagos y
reos sentenciados a prisión y trabajos forzados por más de un año.”
La justificación de esa insólita
disposición era que procuraba el ahorro de los gastos de manutención y custodia
en las prisiones del país, quitar de las poblaciones esos focos de corrupción,
“colonizar con gente de nuestra propia raza distritos despoblados e importantes
y, sobre todo, sacar a los reos de la ociosidad y mala compañía que hace de
nuestras cárceles otras tantas escuelas de inmoralidad y de crimen.”
Por tanto se exhortaba a los
gobernadores a poner el mayor empeño en iniciar de inmediato la correspondiente
remisión de delincuentes al destino que les señalaba la ley.
Ignoramos si Riveroll enfrentó
el asunto en algún sentido.
El 2 de octubre del mismo 1862
tomó posesión del gobierno territorial Pedro Magaña Navarrete, y uno de sus
primeros actos administrativos fue enviar a los ayuntamientos la instrucción
del 25 de agosto.
El día 8 siguiente le dio
respuesta el presidente municipal de San José del Cabo, Gregorio Cruz y
Rodríguez, expresando que el cabildo, “vivamente interesado en que el referido
decreto no comprenda a este país para presidio de criminales, consultará
oportunamente la opinión general, y lo más pronto que sea posible remitirá a
usted esa interesante manifestación que no dudo irá apoyada en la razón y la
justicia.”
El 2 de diciembre ya estaba en
esta provincia el primer individuo del dispositivo: un reo condenado a diez
años.
A principios de enero de 1863,
el presidente municipal de Santiago, José María Araiza, en nombre de sus
representados pidió al jefe político solicitar que se revocase la orden.
Lo mismo hizo poco después
Valentín Ceseña, nuevo presidente del ayuntamiento de San José del Cabo, “por
considerar nociva esa providencia para este territorio.”
Aducía, entre diferentes razones,
“la sencillez de las costumbres de los hijos del Territorio por esa falta de
contacto en que ha vivido con la clase corrompida de la sociedad.” Por ello le
suplicaba que redoblara sus esfuerzos ante el gobierno federal a efecto de que
se derogase el citado decreto, por lo menos en la parte relativa a la Baja
California.
No obstante, sucesivamente
fueron llegando otros enviados principalmente por los gobiernos de Sinaloa y
Sonora, con sentencias que iban de dos a diez años, hasta completar la suma de
15 personas hacia julio de 1864.
Desconocemos hasta dónde llegó
este asunto, pero lo expuesto evidencia la equivocada idea que siempre se ha
tenido y se tiene, por parte de nuestros compatriotas del núcleo del país, de
que en estas regiones menos pobladas, que por tanto menos “pintan”, y donde
suponen que vivimos en la inopia civil, es posible aplicar determinaciones que las
afectan severamente.
Sobran en este sentido variedad
de casos que han ocurrido desde los tiempos en que fue impuesta otra identidad
a las etnias originarias, las disposiciones administrativas del visitador
Joseph de Gálvez, atropellos de toda laya como los cambios en la toponimia
regional (v. gr. el nombre de la isla Cerralvo), proyectos de “colonización” como
el del sinarquismo en el valle de Santo Domingo, de “descentralización” en el
sexenio de López Portillo, y la violación a la voluntad general para entronizar
“gobernadores” al arbitrio del poder central, como ha ocurrido en los tiempos
recientes en beneficio de la transición política para aparentar voluntad
democrática.