RAZÓN CONTRA SUPERSTICIÓN
Las
atrocidades del fanatismo, como los recientes y dolorosos homicidios en París, lejos
de constituir casos aislados son casi una constante en el transcurso de la
historia de la humanidad.
Los
dirigentes de todos los credos, para arraigarlos en el espíritu del hombre los
proveen de fuertes dosis de dogmatismo, que es fe ciega en una supuesta verdad,
excluyente de la verdad de los otros, a quienes se considera enemigos y a los que,
por tanto, hay que destruir o, por lo menos, perseguir.
Evitemos
extrañarnos: esto ha ocurrido desde la noche de los tiempos en todas las creencias
y posiciones de cualquier índole.
Con
la pretensión de comprender, aunque lejos de siquiera insinuar justificación
alguna, adelantemos que nuestros congéneres del llamado Oriente medio, donde se
planean y preparan buena parte de los crímenes a que aludimos, tienen razones
para sentir inquina hacia la parte occidental, particularmente por los Estados
Unidos de Norteamérica y sus aliados europeos, a los que ven y sienten como
enemigos históricos e irreconciliables en materias ideológica, cultural,
económica… y militar, desde mucho antes de las cruzadas.
Además
de la fe ciega en sus sacerdotes y líderes, los jóvenes mesorientales son
reclutados a base de promesas de dicha y placer en el más allá, si mueren
sacrificados en bien de la divinidad, en una certeza que deriva de las más
oscuras y primitivas ideas de una inmortalidad indemostrable, así se hagan
esfuerzos, siempre inconsistentes, por ilusionarnos con la continuidad eterna
de la vida individual.
Pero
el ímpetu juvenil da para eso y para más.
El
asunto es complejo, mas puede pensarse que la respuesta inteligente a las
agresiones del terrorismo debiera estar constituida por más bombardeos, pero
con el fuego de la razón, que exploten y hagan su efecto bienhechor en los
cerebros de las nuevas generaciones de esos países, inundando sus territorios
con volantes, audiogramas, videograbaciones, conferenciantes clandestinos y
todo vehículo de propaganda disponible, para convencerlos, mediante mensajes
sencillos y breves, de que toda esa argumentación que les pide el sacrificio de
sus vidas es falsa, que el martirio es inútil porque hay cosas mejores por las
cuales vivir y luchar en este mundo, que podrá llegar a ser espléndido con el
concurso de ellos mismos.
En
tal propósito se podrá contar, sin duda, con la colaboración de las mujeres
porque son ellas las que resultan siempre mayormente perjudicadas en ese
intrincado universo de patrañas, odios y prejuicios.
Al
mismo tiempo, el hemisferio occidental deberá revisar y mejorar su relación con
el resto del planeta, en un ejercicio de expiación del cual resulte el
convencimiento de trocar en generosidad y tolerancia la actitud arrogante y de
muchas maneras inescrupulosa asumida hasta la actualidad, que tantos y tan graves
daños le ha originado.
Probablemente
así los exhortos místicos de aquellos dirigentes (a los que jamás se ha visto
con petardos en la cintura) comenzarán a perder paulatinamente sus nefastos
efectos y se logrará al fin, aunque sea a largo plazo, dar a ambos mundos la
paz que se han negado desde que el miedo y la incertidumbre crearon la primera explicación
sobrenatural, el primer régimen político, el primer sistema económico, la
primera arma.