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          SOBRE CORRUPCIÓN


Parecería que la corrupción  es un invento mexicano, y hasta lo creímos. Pero no.

Lo que pasa es que el nuestro fue, eso sí, de los primeros países en sacarla de las cloacas a la luz pública y combatirla.          
         
La corrupción no constituye --contrariamente a lo que se piensa o se ha querido hacer pensar, por conveniencias específicas--  patrimonio privado de ninguna patria, doctrina ideológica o religiosa, partido, etnia o clase social. En todos sus nombres, formas y expresiones (cohecho, corruptela, chantaje, mordida, peculado, soborno, etc.) es, inexorable y desafortunadamente, mal endémico de la humanidad, pues se halla en algún gen del homo sapiens, ente zoológico finalmente.

Ello no la justifica, desde luego, ni consuela saber que es mal de muchos. Pero conviene dar una revisada, aunque sea somera, al asunto.

Buena cantidad de naciones del planeta descubrió, no hace mucho tiempo, que entre sus ciudadanos, del ámbito gubernamental y no, la corrupción es ejercicio cotidiano: Brasil, España, Estados Unidos, Italia, Japón, Perú, Venezuela, Bolivia, en estos días Guatemala casi al mismo tiempo que la asociación internacional de futbol (FIFA) y varias entidades más, iniciaron y llevan a cabo procesos contra personas descubiertas en manejos ilegales de dinero.

Así, pues, en tales lugares la corrupción no es propiamente novedad sino descubrimiento de una praxis cuyo origen se pierde seguramente en la noche de los tiempos y en el pasado de todos los pueblos.

No ha habido sistema económico o de gobierno que se salve, ninguno, hasta ahora, de ese género de contaminación ética que involucra tanto al corrupto o potencialmente corruptible, como al transcurso corruptivo y, obviamente, al corruptor.

El mecanismo de contención idónea a las nefastas consecuencias de tan execrable práctica resulta, al parecer, la aprobación y la correspondiente aplicación de disposiciones legislativas que impongan sanciones severas  a quienes sean incapaces de resistirse a las tentaciones de apropiación de los bienes ajenos, del erario, de las empresas y del vecino. Es decir, reprimir la impunidad.

El gobierno del presidente Peña Nieto ha enviado al respecto una iniciativa que esperamos pronto ver convertida en muro, freno o al menos limitación a un ejercicio que daña y cuesta mucho a la sociedad. Un estudio reciente del Semáforo Económico Nacional 2014 indica que la corrupción se lleva el dos por ciento del producto interno bruto mexicano, en lo que coincide la investigadora María Amparo Casar en “México: anatomía de la corrupción”.

Y debemos lamentar que en el ámbito sudcaliforniano haya registro evidente y cotidiano de casos de enajenación ilícita, oficial y privada, que es preciso detener. Confiemos para ello en las bondades y utilidad de la nueva ley, y de que nuestro voto el 7 de junio próximo la hará practicable.

Sólo agregaría la advertencia de evitar la mezcla o implicación del concepto de corrupción con el de política, ya que son mutuamente excluyentes. La política es manera de servir, no servirse, desde el poder público para lograr el bien general. La expresión “político corrupto” carece de realidad y congruencia: el corrupto es un delincuente, infractor, inmoral y antiético pero jamás llegará, por eso, a ser un político. Como digo siempre: al final la política nos salvará.       


Sea este párrafo último para reiterar que la corrupción debe ser excluida de la lista de inventos mexicanos, aunque nuestra república cuente  --desde ayer, ahora y en el porvenir, qué remedio--  con ejecutantes notables en todos los campos de su existencia.