LA TIERRA MÁS ESTÉRIL DEL MUNDO
En evocación a
Carlos Fuentes,
con el mayor
respeto.
En uno de los relatos del libro de Carlos Fuentes El Naranjo, el escritor hace decir a
Martín Cortés (hijo del Conquistador y de la primera de sus mujeres amerindias,
doña Marina, la “Malinche”) que su padre:
“…dejó atrás el
mundo de intrigas y papeleos que siguió a la conquista para lanzarse a Honduras
primero y luego al descubrimiento de la
tierra más estéril del mundo, esa larga costa del mar del Sur donde no encontró,
como acaso lo soñaba, ni el reino de las Siete Ciudades de Oro ni los amores de
la reina Calafia, sino arena y mar.”
Y agrega: “¿Cómo
no iba a sentirse humillado cuando, de regreso de las Californias, el torvo y
cruel Nuño de Guzmán le prohibió el paso por las tierras de Xalisco?”
A este respecto,
Fuentes resultó, por una parte, injusto, y por la otra, inexacto: Es difícil
creer que don Hernando, oriundo de Extremadura (región ibérica de pobres
recursos naturales que forzaron a las grandes emigraciones de su territorio
desde la Edad Media), pudiese haberse referido a nuestra California (la primera
de todas, la del sur peninsular) como “la tierra más estéril del mundo”, donde
halló “sólo arena y mar”.
Más cierto es
que, si bien no encontró las ciudades de Cíbola, Quivira y El Dorado ni a
Calafia (en especial porque sabía a la perfección que ésta era personaje de una
novela de su época), su intento de casi dos años por establecerse en ella se
frustró no por infecundidad de la tierra sino por ausencia de agricultura y de
asentamientos humanos, así como por la resistencia de los nativos a la
dominación, a pesar de que éstos no sufrieron ningún tipo de violencia de
Cortés y su gente.
La imprecisión
consistió, a mi juicio, en lo referente a la supuesta prohibición de Nuño
Beltrán de Guzmán. Digamos que, más bien, éste (el cruel y torvo, eso sí,
conquistador y fundador de todo lo que fue conocido entonces como Nueva
Galicia, desde Jalisco hasta Sinaloa) anunció su intención de
obstaculizar el paso del marqués a la nueva tierra, pero las autoridades del
centro novohispano le aconsejaron que mejor evitara oponerle resistencia porque
la cosa iba en serio. De manera que ni para ir a California (que aún no tenía
este nombre) ni al regreso de ella tuvo que toparse el extremeño con
impedimento alguno del gallego, quien optó por mantenerse prudentemente alejado
de los tránsitos de aquél por sus dominios.
Termina Martín
Cortés, según el autor, recordando que su padre le expresó, con ironía extraña,
que “acaso dos cosas valieron la pena de esa expedición.”
La primera fue
haber conocido el mar que pronto tomaría
su apellido, “un golfo hondo y misterioso de aguas tan cristalinas que a flor
de playa se parecía nadar en el aire, si no fuera por la multitud de peces
plateados, azules, verdes, negros y amarillos que jugueteaban veloces a la
altura de las rodillas de los soldados y marinos, encantados de encontrar ese paraíso
placentero.” Contradicción y paradoja de las que está llena la historia de la
California mexicana.
Se preguntaba si
era isla, si península, si conducía en verdad a las regiones de riqueza enorme
prometidas por las leyendas de su tiempo.
Lo que al fin de
cuentas tenía sentido, confesó, era su hallazgo “del desierto y el mar, los
cactus inmensos y el mar transparente, el Sol redondo como una naranja…”
¿Era todo
aquello “la tierra más estéril del mundo”? Otro asunto es que el cielo le
niegue la lluvia, como dijo Fernando Jordán.
Licencias son,
pues, de la literatura histórica a que pertenece la presente hazaña
imaginística de Carlos Fuentes que mucho celebramos mediante esta reseña
publicada por primera vez en la revista Nexos,
en mayo de 1993.