ENSEÑANZA DE LA HISTORIA
Cuando mi alumno de la Normal Urbana me comentó, al principio de su práctica docente en una de las escuelas primarias de La Paz, que la materia más indeseada por sus niños era la historia, me sorprendí primero y me preocupé después.
Me resultaba difícil creer que una asignatura tan importante y amada por mí fuera rechazada por los pequeños. Y entonces pedí al normalista que indagara la causa. Estaba cerca: el maestro odiaba a la historia y, consecuentemente, a la tarea de enseñarla.
De inmediato busqué una entrevista con el profesor, quien terminó explicando que todos sus maestros de historia en la primaria y secundaria habían fomentado en él ese sentimiento de rechazo a la disciplina, que –según yo- debiera ser la encargada de desentrañarnos el pasado y darnos el sentido del presente mediante una serie de explicaciones y ejercicios amenos, comprensibles y divertidos.
Se extrañó: ¿amena la historia?, ¿comprensible?, ¿divertida? “Para mí la historia ha sido siempre -dijo- un cúmulo de fechas, acontecimientos y personajes que debe uno memorizar para pasar los exámenes.”
Visto de tal manera, el estudio de la historia es aburridísimo, y tienen razón los que así opinan de este enfoque erróneo de la enseñanza y el aprendizaje de la historia.
Bueno, ¿qué es la historia en realidad, finalmente? ¿El relato de todo lo que ha ocurrido (a la humanidad en general o a una parte de ésta en alguna región específica)? No es difícil suponer que resulta humanamente imposible relatarlo todo; los historiadores son personas que describen lo que indagan y logran saber de los acontecimientos pasados, pero no todo, obviamente.
En su labor historiográfica deben seleccionar los hechos y fenómenos que resultan para ellos más significantes en un proceso de investigación. Pero al seleccionar, discriminan, y al discriminar omiten. Por eso, mucho del discurso historiográfico es visión parcial.
El dicho popular en tal sentido es de que “la historia la escriben los vencedores”. No: la historia la escriben los historiadores, estén o no del lado de los vencedores.
(A propósito: Este año estamos celebrando medio siglo de la primera edición de “La visión de los vencidos”, de Miguel León-Portilla.)
Para los fines del saber histórico, lo que importa es menos la descripción pormenorizada del acontecer que la conceptualización de ese acontecer; es decir, la comprensión de por qué ocurrió, cómo ocurrió y qué consecuencias acarreó en el acontecer posterior, porque el transcurrir histórico es indetenible, a despecho de quienes han profetizado acerca del “fin de la historia”.
Pero volvamos al tema, para opinar que la enseñanza y el aprendizaje de la historia deben constituir ejercicios amables, placenteros, divertidos, entretenidos, productivos.
La historia se hace con la carne viva de la gente, no con el bronce inánime de las estatuas y los monumentos.
Los héroes y caudillos son accidentales; importantes, sí, porque estuvieron a la altura de las exigencias de su tiempo, pero fue el conglomerado social el que hizo posible siempre las transformaciones; sin éste ningún cambio es posible.
Entonces volvamos al gusto por la historia: los maestros compartiendo sus indagaciones en las causas del transcurrir histórico, los alumnos aprendiendo que la historia la hacemos todos, todos los días, trabajando, produciendo, participando, y al final vendrá alguien a escribir sobre lo que hemos hecho; esa será la historiografía sobre nuestro momento, y así...
El asunto tiene sus recovecos y seguramente es menos simple de como lo planteo, pero es buena manera, creo, de simplificar y amenizar el interés escolar por la historia.
Correo e.: em_coronado@yahoo.com
Cuando mi alumno de la Normal Urbana me comentó, al principio de su práctica docente en una de las escuelas primarias de La Paz, que la materia más indeseada por sus niños era la historia, me sorprendí primero y me preocupé después.
Me resultaba difícil creer que una asignatura tan importante y amada por mí fuera rechazada por los pequeños. Y entonces pedí al normalista que indagara la causa. Estaba cerca: el maestro odiaba a la historia y, consecuentemente, a la tarea de enseñarla.
De inmediato busqué una entrevista con el profesor, quien terminó explicando que todos sus maestros de historia en la primaria y secundaria habían fomentado en él ese sentimiento de rechazo a la disciplina, que –según yo- debiera ser la encargada de desentrañarnos el pasado y darnos el sentido del presente mediante una serie de explicaciones y ejercicios amenos, comprensibles y divertidos.
Se extrañó: ¿amena la historia?, ¿comprensible?, ¿divertida? “Para mí la historia ha sido siempre -dijo- un cúmulo de fechas, acontecimientos y personajes que debe uno memorizar para pasar los exámenes.”
Visto de tal manera, el estudio de la historia es aburridísimo, y tienen razón los que así opinan de este enfoque erróneo de la enseñanza y el aprendizaje de la historia.
Bueno, ¿qué es la historia en realidad, finalmente? ¿El relato de todo lo que ha ocurrido (a la humanidad en general o a una parte de ésta en alguna región específica)? No es difícil suponer que resulta humanamente imposible relatarlo todo; los historiadores son personas que describen lo que indagan y logran saber de los acontecimientos pasados, pero no todo, obviamente.
En su labor historiográfica deben seleccionar los hechos y fenómenos que resultan para ellos más significantes en un proceso de investigación. Pero al seleccionar, discriminan, y al discriminar omiten. Por eso, mucho del discurso historiográfico es visión parcial.
El dicho popular en tal sentido es de que “la historia la escriben los vencedores”. No: la historia la escriben los historiadores, estén o no del lado de los vencedores.
(A propósito: Este año estamos celebrando medio siglo de la primera edición de “La visión de los vencidos”, de Miguel León-Portilla.)
Para los fines del saber histórico, lo que importa es menos la descripción pormenorizada del acontecer que la conceptualización de ese acontecer; es decir, la comprensión de por qué ocurrió, cómo ocurrió y qué consecuencias acarreó en el acontecer posterior, porque el transcurrir histórico es indetenible, a despecho de quienes han profetizado acerca del “fin de la historia”.
Pero volvamos al tema, para opinar que la enseñanza y el aprendizaje de la historia deben constituir ejercicios amables, placenteros, divertidos, entretenidos, productivos.
La historia se hace con la carne viva de la gente, no con el bronce inánime de las estatuas y los monumentos.
Los héroes y caudillos son accidentales; importantes, sí, porque estuvieron a la altura de las exigencias de su tiempo, pero fue el conglomerado social el que hizo posible siempre las transformaciones; sin éste ningún cambio es posible.
Entonces volvamos al gusto por la historia: los maestros compartiendo sus indagaciones en las causas del transcurrir histórico, los alumnos aprendiendo que la historia la hacemos todos, todos los días, trabajando, produciendo, participando, y al final vendrá alguien a escribir sobre lo que hemos hecho; esa será la historiografía sobre nuestro momento, y así...
El asunto tiene sus recovecos y seguramente es menos simple de como lo planteo, pero es buena manera, creo, de simplificar y amenizar el interés escolar por la historia.
Correo e.: em_coronado@yahoo.com