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LORETO 70, FÉLIX, EL ECO...


La cercanía de Loreto 70 ha traído a la memoria, como me ocurre con frecuencia, a
Félix Alberto Ortega Romero, intelecto decisivo en la vida política contemporánea –y cultural sin proponérselo casi- de Baja California Sur.
Su relación en línea directa con el general revolucionario fue para él un incentivo histórico- familiar, si se quiere, pero su significación en la vida social sudcaliforniana consiste en el ejercicio de la vocación periodística y abogadil, a pesar de que la muerte de su padre le impidió continuar los estudios de Derecho fuera de su entidad.
Cuando determinó asumir por cuenta propia la empresa periodística, no inventó un órgano: rescató el logotipo de El Eco de California, reducto empolvado de viejos empeños regionales, y lo hizo vehículo de sus luchas políticas, sociales e ideológicas, que él sabía que eran las mismas que empujaban los antiguos afanes de su tierra.
Félix era persona especial, pero cuando nos hospedaba en la Mesa de Las Playitas -donde se firmó el plan revolucionario de 1913-, ninguno de sus invitados lo advertíamos, aunque de alguna manera cada quien lo reconocía, seguramente.
Estuvieron ahí, por amistad o interés, gente con problemas litigiosos, apetencias políticas y burocráticas, pujos literarios e impaciencias sociales. Todos tuvieron cabida en aquel emparrado pletórico de ansias y visiones, definiciones, pretensiones y búsquedas, legítimas o no.
Cada quien era ahí lo que quería o aspiraba a ser, y Félix Alberto fungió, sin saber ni quererlo, como sacerdote que oficiaba la misa de la Sudcalifornidad en aquella heterogénea falange de inconformes de muy variado pelaje.
Cuando el Frente de Unificación Sudcaliforniana –del que Félix era militante- reclamó a la presidencia de la República, entre otras varias cosas, la designación de un gobernante civil para nuestra entidad, Gustavo Díaz Ordaz nombró a Hugo Cervantes del Río, quien de inmediato procuró atraer a los fusistas para servir en su proyecto de gobierno.
El Eco de California repelió la seducción y se convirtió en inflexible crítico de la nueva jefatura política, a la cual me incorporé en mis tiempos iniciales de servidor público, recién llegado de los primeros años magisteriales. Por supuesto, pasé a pertenecer, ipso facto, al grupo denostado por el periódico orteguista, aun después de que pasé a formar parte del grupo de trabajo del gobernador Félix Agramont, consecuencia directa del Movimiento Loreto 70, que el mismo Ortega Romero impulsó.
Sin embargo, algunos de mis artículos tuvieron cabida en El Eco, que envié y el periódico publicó sin que yo recuerde ahora cómo y por qué. Llegué finalmente a los cónclaves de la histórica mesa -bajo la parra y la égida de doña Tere, madre del anfitrión, de trato severo pero capaz de tolerar, con indulgencia aunque a distancia prudente, a aquella abigarrada tropa- cuando el gobernador Alvarado me encomendó el cuidado editorial del libro de Félix que éste tituló Pervivencias.
Por esos días, en el linotipo y la prensa de El Eco se produjeron asimismo Marina, a media luz, de Mercedes Acuña, y los suplementos Vínculos, de Fernando Escopinichi; Ahora, de Mundo Lizardi; y El Fosforito, que editaba Siria Verdugo, de la empresa Roca Fosfórica.
Y ahí quedé, como colaborador de planta.
Fue el principio de una amistad que permanece inalterable de aquí para allá.
Todo quedó trunco cuando se fue sin impedirlo él ni creerlo nosotros...
Y hace falta, es preciso admitirlo, en el ámbito de esta realidad ominosa.
Porque esto no es, en modo alguno, por lo que dio tantas batallas el nieto del general.
Lo que sucede ahora no estuviera pasando, de seguro, si Félix Alberto siguiera combatiendo contra los enemigos de adentro y de afuera de Baja California Sur.
Ya hubieran sido denunciados y fustigados por El Eco y su director.
Por eso ante su ausencia invade cierto sentimiento de orfandad, de soledad impotente, de abandono lamentable.
De ausencia insustituible...

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