ENTRE
LA LITERATURA Y EL PERIODISMO (3/3)
El presente ensayo forma parte del
libro Safari accidental, de Juan Villoro, publicado en 2005 por la
editorial Joaquín Mortiz de México.
OBJETIVIDAD
La vida depara misterios insondables: el aguacate ya rebanado que entra
con todo y hueso al refrigerador dura más. Algo parecido ocurre con la ética
del cronista. Cuando pretende ofrecer los hechos con incontrovertible pureza,
es decir, sin el hueso incomible que suele acompañarlos (las sospechas, las
vacilaciones, los informes contradictorios), es menos convincente que cuando
explicita las limitaciones de su punto de vista narrativo.
Una pregunta esencial del lector de crónicas: ¿con qué grado de
aproximación y conocimiento se escribe el texto? El almuerzo desnudo, de
William S. Burroughs, depende de la intoxicación y la alteración de los
sentidos en la misma medida en que Entre los vándalos, de Bill Buford, depende
de percibir con distanciada sobriedad la intoxicación ajena.
El tipo de acceso que se tiene a los hechos determina la lectura que
debe hacerse de ellos. Definir la distancia que se guarda respecto al objetivo
autoriza a contar como insider, outsider, curioso de ocasión. A este pacto
entre el cronista y su lector podemos llamarlo "objetividad".
Siguiendo usos de la ficción, la crónica también narra lo que no
ocurrió, las oportunidades perdidas que afectan a los protagonistas, las
conjeturas, los sueños, las ilusiones que permiten definirlos.
Hace unos meses leí la historia de un explorador inglés que logró
caminar sobre los hielos árticos hasta llegar al Polo Norte. ¿Qué lleva a
alguien a asumir tamaños riesgos y fatigas? La crónica evidente de los hechos,
en clave National Geographic, permite conocer los detalles externos de la
epopeya: ¿qué comía el explorador, cuáles eran sus desafíos físicos, qué rutas
alternas tenía en mente, cómo fue su trato con los vientos? Sin embargo, la
crónica que aspira a perdurar como literatura depende de otros resortes: ¿qué
se le perdió a ese hombre para buscar a pie el Artico?, ¿qué extravío de
infancia lo hizo seguir la brújula al modo del Capitán Hatteras, que incluso en
el manicomio avanzaba al norte? Tal vez se trate de una pregunta inútil.
La rica vida exterior de un hombre de acción rara vez pasa por las
cavernas emocionales que le atribuimos los sedentarios: los exploradores suelen
ser inexplorables. Con todo, el cronista no puede dejar de ensayar ese vínculo
de sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima con la manera épica
de compensarla.
La realidad, que ocurre sin pedir permiso, no tiene por qué parecer
auténtica. Uno de los mayores retos del cronista consiste en narrar lo real
como un relato cerrado (lo que ocurre está "completo") sin que eso
parezca artificial. ¿Cómo otorgar coherencia a los copiosos absurdos de la
vida? Con frecuencia, las crónicas pierden fuerza al exhibir las desmesuras de
la realidad. Como las cantantes de ópera que mueren de tuberculosis a pesar de
su sobrepeso (y lo hacen cantando), ciertas verdades piden ser desdramatizadas
para ser creídas.
A propósito del uso de la emoción en la poesía, Paz recordaba que la
madera seca arde mejor. Ante la inflamable materia de los hechos, conviene que
el cronista use un solo fósforo.
La primera crónica que escribí fue un recuento del incendio del edificio
Aristos, en avenida Insurgentes. Esto ocurrió a principios de los años setenta
del siglo pasado; yo tenía unos 13 o 14 años y tomaba clases de guitarra en el
edificio. Por entonces, me había lanzado a un proyecto editorial en la
secundaria, en compañía de los hermanos Alfonso y Francisco Gallardo: "La
Tropa Loca", periódico impreso en mimeógrafo sobre la inagotable vida
íntima de nuestro salón. Ahí yo escribía la "sección de chismes". Mi
especialidad de gossip writer se vio interrumpida con las llamas que devoraron
varios pisos del Aristos. Me encandiló ver las lenguas amarillas que salían de
las ventanas, pero sobre todo el eficiente caos con que reaccionó la multitud.
Cronistas de la más diversa índole han descubierto su vocación ante el
fuego: Ángel Fernández, máximo narrador del fútbol mexicano, recibió su rito de
paso en el incendio del Parque Asturias, y Elias Canetti el suyo durante la
quema del Palacio de Justicia de Viena.
Sí, el cronista debe ser ahorrativo con los efectos que arden; entre
otras cosas, porque a la realidad siempre le sobran los fósforos.