FLORA Y FAUNA SUDCALIFORNIANAS

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CUAUHTÉMOC: 1525-2015*

A 490 años de la muerte de Cuauhtémoc, el “joven abuelo” como lo designó el poeta Ramón López Velarde, bien podríamos, a la vez que ahondar un poco en la significación de este personaje de la historia de América, analizar también en cuál es el sentido de que periódicamente nos reunamos en lugares como éste para rememorar juntos acontecimientos como el que nos ha convocado hoy.
   Cuauhtémoc (en náhuatl: “el águila que descendió”) murió el 28 de febrero de 1525, a la edad de 29 años. Fue la última autoridad político-militar de Tenochtitlan. Asumió el poder en 1520, un año antes de la toma de la capital del imperio mexica por Hernán Cortés, quien así se convirtió en conquistador, no de México, que aún era inexistente, sino de la ciudad de México.
Era hijo de Ahuízotl y primo de Moctezuma Xocoyotzin. Cuando asumió el poder, los conquistadores ya habían sido expulsados de Tenochtitlan, pero la ciudad estaba devastada por el hambre, la viruela y la falta de agua potable. Cuauhtémoc llegó a este momento tras haber sido jefe de armas de la resistencia a los conquistadores, dado que desde la muerte de Moctezuma, previa a la llamada Noche Triste, se le identificaba ya como líder de su ejército.
Tras la muerte de Cuitláhuac, Cuauhtémoc fue elegido jefe máximo en febrero de 1521. En tal carácter se dio a la tarea de reorganizar las fuerzas mexicas, reconstruir la ciudad y prepararla para la guerra contra los españoles, pues suponía acertadamente que éstos regresarían a persistir en la conquista. Envió embajadores a todos los pueblos solicitando aliados, a los que disminuyó las contribuciones, y aun eliminándolas para algunos.
Los españoles regresaron un año después de haber sido expulsados, y con ellos venía un contingente de más de cien mil aliados indígenas, la mayoría de ellos tlaxcaltecas, históricamente enemigos de los mexicas, pero en general eran pueblos que veían en los europeos la fuerza capaz de acabar con la sujeción a que los había sometido el poder militar azteca.
Después de sitiar Tenochtitlán por noventa días, el 13 de agosto de 1521, los españoles, comandados por Hernán Cortés, capturaron a Cuauhtémoc en Tlatelolco. La canoa en la cual huían de Tenochtitlan él, su familia y sus guerreros más allegados, fue alcanzada por un bergantín español. El dignatario mexica exigió ser llevado ante Cortés, en cuya presencia, señalando el puñal que el conquistador llevaba al cinto, le pidió que lo matara con él. Este hecho fue descrito por el propio Cortés en la tercera carta que escribió a su emperador, Carlos V:
“…llegóse a mí y díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir a aquel estado, que ahora hiciese de él lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase…”
A Cortés no le interesó en ese momento la muerte de Cuauhtémoc, ya que prefería utilizar la autoridad de éste ante los mexicas. Así lo hizo con éxito, aprovechando la iniciativa y el poder de Cuauhtémoc para asegurar la colaboración de los aborígenes en los trabajos de limpieza y restauración de la ciudad. Al final de los cuatro años que siguieron, diversos acontecimientos condujeron a la indigna muerte del último jefe azteca.
Primero fue el tormento, surgido de la codicia del oro: El que habían obtenido era insuficiente para repartir de forma satisfactoria entre toda la tropa española, por lo que los mandos tramaron la manera de obtener más. Para conseguirlo, empujaron a Cortés a que ordenara el tormento de Cuauhtémoc y su primo Tetlepanquetzaltzin, impregnándoles los pies y las manos con aceite y quemándoselos. 
Tras este dramático episodio, Cuauhtémoc quedó sumamente lesionado, aunque fueron peores las heridas de su familiar.
En 1524, Cortés emprendió viaje a las Hibueras, lo que ahora es la república de Honduras, en busca de uno de sus capitanes, Cristóbal de Olid. Era un viaje de persecución, pues hay constancia de que De Olid pudo haberse confabulado con el viejo enemigo de Cortés, el gobernador de Cuba Diego Velázquez, para poblar, conquistar y sobre todo obtener oro u otras riquezas en el sur, ignorándolo a él.
La enorme y aparatosa expedición incluyó desde músicos hasta médico y cirujano, pasando por suntuosas vajillas y ganado para alimentar a tanta gente. El contingente militar era, como ocurrió a lo largo de la conquista, más indígena que español, y en este caso, más azteca que tlaxcalteca o de otros pueblos. No es de extrañar por tanto que en la expedición viajasen varios notables mexicas: Cuauhtémoc y su primo eran dos de ellos.
En el trayecto le llegaron rumores a Cortés de que Cuauhtémoc estaba conspirando en contra de los españoles, para atacarlos y frustrar la conquista. Ello lo decidió a mandar ahorcar a Cuauhtémoc y al cacique de Tacuba, Tetlepanquetzal, y esto ocurrió el 28 de febrero de 1525, en un lugar del actual estado de Campeche.
Desde entonces, el joven indígena se convirtió en emblema de la resistencia de los tenochcas contra la conquista de su pueblo, y aunque fue defensor de uno de los grupos étnicos del centro, de los más desarrollados en lo que ahora es, desde el momento de la Independencia, nuestra República, ha sido adoptado por todos los mexicanos como héroe nacional, así como símbolo de dignidad y de coraje aun en la derrota, frente al avasallamiento de otra lengua, otra religión, otra historia y otra cultura.
Por ello su nombre se aplica a infinidad de lugares del país, como este parque, y su efigie –producto de la imaginación porque se carece de cualquier forma de representación real de su figura o al menos de su rostro-, aparece en monumentos que exaltan su presencia; por eso el día 28 de febrero de cada año, la Bandera Mexicana ondea a media asta en toda la nación, recordando la muerte del héroe azteca, y desde el siglo XIX, por extensión de todo el pueblo de México, que en la pluma literaria de López Velarde lo denomina también “único héroe a la altura del arte”.
Esto es lo que venimos a recordar hoy: la lección de grandeza de un hombre que supo responder a los requerimientos de su pueblo y de su tiempo ante el riesgo de perder su identidad.
Sin embargo, de la fusión de la sangre indígena con la europea, a la que pronto se integró también la sangre africana, resultó el pueblo mestizo que formamos ahora, orgullosos de serlo en la medida en que lo reconocemos, desprovistos de los arcaicos prejuicios de raza porque raza sólo hay una: la raza humana. En esa misma proporción seremos la nación grande que se ha construido y continuamos construyendo todos con el ímpetu de nuestros antepasados, la fuerza de nuestra historia y el vigor de las nuevas generaciones de mexicanos.


* Discurso en el parque del mismo nombre, en La Paz, BCS.

CRÓNICA HUÉSPED

¡ACABEN YA DE MATARNOS!*

Por Sigismundo Taraval

Trajeron por este tiempo los indios de la misión al

único de los motores [instigadores] que faltaba. Tomóle luego el señor jefe la declaración para hacerle y sustanciarle la causa, como a los otros. Poco hubo qué hacer, pues él, a la primera pregunta del interrogatorio, respondió cuanto le podían preguntar, deseaban saber y había hecho. Dijo ser verdad que él intentó la rebelión, que incitó a los otros, que fue de los principales, que no había querido admitir consejos, ni los admitía, que siempre había sido malo, y lo era, que estaba cansado de vivir, que quería morir y así que lo matasen. No haga de esto especial fuerza, sino conózcase de esto lo que son los guaycuros, y para más prueba aún, de los ocho que ajusticiáronse el 1 de julio, cuando estaban en la capilla preguntaban algunos:

- ¿Cuándo nos sacan a matar?, ¿qué esperan? ¡Acaben ya de matarnos!

En años pasados llevaban a dos presos a Loreto; a uno de ellos se le concedió un palo para que pudiese andar más aprisa. Como se detenía con todo, le estiraba algo otro indio que llevaba la soga de que estaba preso y asegurado; lo mismo fue estirarle que levantar el palo, y siendo con punta, tirarle y pasarle de parte a parte una oreja. Alteróse el indio herido, y no poco, y lo mismo los otros que iban de auxiliares. Viendo esto, el que iba de cabo dijo:
- Tiren al delincuente.
Luego con una pistola lo dejó un soldado en el puesto. Quedaba uno, el cual, viendo que habían muerto al otro, dijo:
- ¿Para qué me llevan? No me lleven; mátenme a mí también y váyanse.
[...]
Había vuelto ya por este tiempo el padre visitador; con eso lo pudo disponer como se deseaba, pues luego el señor jefe le echó la sentencia y entró en capilla, y después lo mandó pasar por las armas y murió muy dispuesto [...]

* En La rebelión de los californios, por Sigismundo Taraval, ed. Doce Calles, 1996, pág. 116 (parágrafo 175) Aranjuez (Madrid), edición de Eligio Moisés Coronado. Una reedición está en prensa por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

(Imagen: dibujo del P. Ignacio Tirsch, parte de la colección que se conserva en la Biblioteca Nacional de Praga.)