ESPACIO, NÚMERO Y TIEMPO DE LOS LIBROS
Entre las obras públicas, los libros ocupan lugar preponderante.
En primer lugar, porque éstos rebasan el ámbito en que son creados, es decir, por ejemplo, que una plaza o un edificio o cualquiera otra cosa similar se quedan ahí donde fueron erigidos, para disfrute de una determinada suma de personas, a diferencia de las publicaciones, cuyos espacios y cantidad de beneficiarios se amplían siempre más allá de lo que sus editores supusieron.
Las construcciones, por su parte, duran en servicio útil un cierto cúmulo de años; luego son dedicadas a diferentes propósitos (a veces menos dignos) o son derruidas para dar paso a otras mejor adaptadas a los nuevos requerimientos del progreso (según como éste se entienda en cada momento).
En el
asunto de los libros ocurre de otro modo, ya que la publicación de los modernos
no obliga a destruir los antiguos: los textos viejos persisten a pesar de las
novedades, y ni qué decir de las rarezas bibliográficas, que llegan a alcanzar
niveles extraordinarios de valor, por no hablar de costos.
Nadie
en su sano juicio usaría las hojas de un libro para envolver pepitorias, pero
se ha visto convertir edificios venerables en comercios y oficinas.
Numéricamente,
los libros llevan las de ganar en virtud de que, por menor que sea el tiraje de
ejemplares de un título, casi siempre supera el centenar. En cambio, la obra
material es una: grande y todo lo que se quiera, pero una, lo cual deviene para
ella, al menos en términos cuantitativos, notable desventaja.
De
otro lado, ¿se ha visto, quizá, que una mole de ladrillo mueva la apasionada
indignación de, digamos, poco menos de 850 millones de musulmanes, como
aconteció no hace mucho tiempo con “Los versículos satánicos”?, ¿o haya
fundamentado una guerra mundial y sus atrocidades, como “Mi lucha”?, ¿o
pudiera ser la génesis de un idioma maravilloso y de tanta influencia en el
mundo de hoy, como “El ingenioso hidalgo...”, por citar únicamente tres
casos relevantes?
Claro
que en turística y apacible caravana van muchos diariamente a ver las torres
Eiffel y de Pisa, o las pirámides egipcias (bueno, es de creerse que ahora ya
un poco menos), es cierto, pero nada de ello es comparable con lo que esos
solos libros lograron desatar.
De ahí
que algunos insistamos en creer que las obras impresas producen –y de ello han
de tener clara conciencia quienes deciden el destino de los presupuestos--
efectos de relevancia mayor que cualesquiera otras, del gobierno que fuere, en
el tiempo, en el espacio, por su número y trascendencia.