CRÓNICA HUÉSPED

PROA A LA PAZ       

Por José María Barrios de los Ríos

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El vapor enfila por el canal de San Lorenzo, único que da acceso al puerto, y que se señala delante de proa por una lista clara y ancha, como la estela de un gran navío. El andar es lento, como que se corre el riesgo de dar con el bajo rocalloso por los costados, y como que se vence una corriente que el impulso inverso de la marea hace más impetuosa. Nos cerca a babor una playa desierta, una angosta península llamada el Mogote, orlada de silvestres frutales, y a estribor se descubre el puerto de La Paz, a donde se dirigen todas las miradas y todas las sonrisas de a bordo.
   El caserío no se abarca en su totalidad porque se arrebuja en un bosque de alegre verdura. Sobre los enjalbes de risueños tonos, en el bermejo de los tejados, en el amarillo rubicela de los cercos de estípites, en el suelo pajizo de los corrales y yeguacerías, en el gris rosado de las playas, arrojan los platanares su tumultuoso oleaje verde, y en las armónicas copas de los naranjos chispean sus frutos de oro. Las palmeras de dátiles enarbolan sobre su mástil flexible sus desfallecidas estrellas, sobre el alto caballete de la iglesia, de terrosa y cenicienta herrumbre, languidece el surco de fuego que traza un rayo del oeste.  En arremolinada confusión de agujas, aspas y torrecillas enredadas de hiedras, alzan los molinos de viento de las huertas sus flechas horizontales, como flámulas de procesión triunfal, y dibujan sus discos movibles, o pequeños segmentos de ellos, sobre el cielo esplendente, sobre el follaje espeso de las arboledas, o sobre la lóbrega y negruzca pizarra de los  montes lejanos.
   El tardo paso del Newbern nos descubre suavemente y en toda su extensión las callejuelas, empinadas hacia el centro de la ciudad, que desembocan en la playa; sus corralizas de empalizadas, sus andenes de madera, como resonantes tablados de feria, sus vivaces frontis multicolores, sus tejados esbeltos y aéreos como jaulas de pájaros, sus patios donde ríe tendida al aire la ropa limpia, y sus huertos de bananos, mangos, acacias y palmeras.
   En el puerto es raro que se encuentren a la vez fondeados dos o más barcos de alto porte, pero tiene constantemente surtos multitud de pequeños pailebotes, balandras, lanchas de cabotaje y canoas y botes de pescadores, por entre cuyas filas avanzamos hasta el muelle. Éste se prolonga un poco mar adentro, y su ancha calle se halla coronada de gente. Una multitud de chiquillos y de mujeres apostados a lo largo de la playa, encaramados en los balconcillos de madera o desde los corredores y azotehuelas de las calles altas, agitan sus pañuelos saludando la embarcación; y los tripulantes del viejo y cariñoso barco corresponden con igual agasajo la simpatía de los porteños. A cierta distancia del muelle suenan en el escobén las cadenas del ancla, y en medio de un silencio a que prestan majestad el océano, las riberas y las montañas, entona el Newbern por tres veces su saludo triunfante.
   A su ronco silbato contestan dos o tres vaporcitos remolcadores, y la gente de la ciudad, en profusa aglomeración de botes y falúas, acude a bordo con expectación de nuevas felices [...]


(En El país de las perlas y cuentos californios, 1a. edición, Edit. Pax, México, págs. 14-18.  El título del texto es del administrador del blog.)