EL AGUA DE LA PAZ
Hace poco preguntaba un empresario paceño --a quien las
dificultades económicas dañaron recientemente sus negocios-- que si alguna vez este cronista había visto
tan mal a La Paz como en los últimos tiempos.
La respuesta fue
afirmativa, añadida la certeza de que, en nuestra ciudad, ninguna época pasada
fue mejor; todo en ella ha sido posible mediante afanes extraordinarios de sus
habitantes, capaces de enfrentar y superar dificultades como la distancia de
los centros de abastecimiento, la nula existencia de ríos superficiales, la
escasez de los recursos acuíferos del subsuelo y el pobre régimen de lluvias,
en fin, lo que todos los paceños (y los sudcalifornianos en general) conocemos
sobradamente, y que han limitado un desarrollo proporcional y justo a los
empeños.
El primer
europeo en lo que luego fue llamado La Paz, fue muerto con sus compañeros en
1534 por pretender apropiarse de las fuentes de agua de los pobladores
originarios.
Desde sus
inicios de crecimiento demográfico, hacia 1823
en que el señor Juan García obtuvo el primer permiso de los otorgados por el
gobernador José Manuel Ruiz (para poblar aquel paraje con gente del sur
peninsular), y construyó la casa en la cual hizo un preliminar acopio de
mercancías --lo cual puede
considerarse el origen de la vida comercial en esta región--, la ciudad ha ido
desarrollándose paulatinamente merced a la tenacidad de su gente y, a veces,
con el concurso de sus autoridades.
Algún día de mayo de 1960, el gobernador Bonifacio
Salinas Leal inauguró el sistema de agua potable y alcantarillado de esta
capital, que amplió de manera considerable la dotación de esos servicios a
buena cantidad de sus habitantes. Para ello, la mayoría de las calles habían
sido convertidas, por la ardua labor de los trabajadores y las excavadoras, en
especie de trincheras de una guerra contra la sed y en favor de la higiene
comunitaria.
Lamentablemente, en ese proceso hubo que
registrar la muerte de niños quienes, tomando confiadamente como zonas de juego
las profundas oquedades y galerías de tierra, quedaron atrapados o fueron
sorprendidos cuando las enormes máquinas hacían el relleno después de haber
sido colocadas las tuberías. Luto de hogares por imprudencia de los chicos, descuidos
de los padres, imprevisiones de la empresa y negligencia de la autoridad.
Antes de eso, la gente se proveía del
líquido esencial mediante el acarreo en recipientes de hojalata de veinte
litros donde originalmente venían la manteca (con que se guisaba todo antes de
llegar los aceites vegetales) y el alcohol marca Victoria. Una vez limpios, de
dos de sus orillas opuestas se clavaba un pedazo de palo, por lo general de
escoba, que tenía el grosor adecuado para evitar lastimaduras en las manos.
Se hacía el trato con el dueño del pozo
artesiano más próximo al domicilio de cada quien, y así los miembros de la
familia (mujeres y hombres por igual) subían el agua mediante rondanas de
fierro (que llamábamos “rondanillas”) o cigüeñales (nombradas “cigüeñas”), vaciaban
el contenido en los denominados tambos y los conducían colgados de los brazos o
mediante las “palancas” que nos atravesaban los hombros y de cuyos extremos
pendían sendos cables terminados en ganchos sujetos al centro de los palos en
los tambos.
El acarreo se hacía también en barriles de
madera que eran rodados jalándolos con una soga.
Y todo eso para llevar el agua de consumo humano,
la construcción, el riego de plantas y lo demás.
Después la situación se alivió un poco cuando
fueron instaladas tomas de agua para el suministro público en algún punto del
barrio. Ahí había que formarse para llenar por turno los depósitos de cada
quién, y en tal sitio de reunión obligada se enteraba uno de las novedades al
tiempo que se evitaba que algún listo pretendiera adelantar el lugar que le
correspondía, o reservarlo dejando un “alcahuete” mientras iba rápidamente a
vaciar en casa el precioso elemento.
Ésa es parte de la historia de un pasado
duro y aleccionador. Ahora las cosas son un poco menos difíciles, aunque los
problemas persisten, como persiste, como siempre, la decisión de resolverlos.
EDUCACIÓN Y CRISIS
Las crisis de la sociedad son las de cada uno de sus
componentes.
Las “crisis de
valores” son, pues, crisis del hombre, y la respuesta consecuente a ello habrá
de ser la promoción y el fortalecimiento de los valores humanos, aquéllos que
el ser humano ha creado, adoptado y ejercitado para sustentar en ellos no sólo
su bienestar, desarrollo y realización, sino aun la supervivencia de su
especie.
La agresividad,
la corrupción, el afán de lucro desmedido, la ausencia de respeto en las
relaciones convivenciales, el fraude, las guerras y toda forma de conducta
antisocial que atenta contra la integridad y el patrimonio del otro, y el
desdén por las manifestaciones ejemplares de la cultura, son expresiones
genuinas del desconocimiento, la pérdida u omisión de aquellos valores.
En su deseable
recuperación, así como el logro de la subsecuente elevación de la calidad
personal y colectiva en búsqueda de la excelencia ciudadana, los sistemas
educativos están llamados a ejercer un desempeño que no tiene par.
Baja California
Sur, escenario de una cultura de la dificultad formada desde su más remoto
pasado, posee valores que le han dado perfil y que deben ser estimulados en la
procuración de su reconocimiento y práctica.
Es verdad
incontrovertible que en Sudcalifornia vive latente el germen de la excelencia
ciudadana al cual le ha impedido desarrollarse esta época de preferencia
materiales sobre los más altos bienes del hombre.
Este pueblo no
padeció la esclavitud, ni el repartimiento ni la encomienda, instituciones
coloniales que marcaron definitivamente el carácter de los mexicanos del resto
del país, pero que aquí no inocularon sus secuelas aberrantes.
Este pueblo se
ha formado en una naturaleza avara que le exige, desde siempre, mayor esfuerzo,
mayor denuedo y, generalmente, mayor sacrificio y persistencia. Por eso es
reservorio de virtudes especiales.
Que este empeño
del sector educativo y de toda la sociedad del estado reintegren al pueblo
sudcaliforniano la fe en sus propias e infinitas posibilidades de ser, hacer y
crecer ejemplar y trascendentemente en sí mismo y en el contexto nacional.
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