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LA FEDERACIÓN Y SUS DELEGADOS

Lo expresó acertadamente Ricardo Barroso en estos días: “Que las delegaciones federales dejen de ser premios para los amigos de los secretarios de Estado en turno; que ya no manden a Baja California Sur como si fuera un castigo a personas ajenas a nuestra idiosincrasia…”        

   Cuando se habla de federalismo se hace referencia a un sistema de confederación (alianza, liga, unión, pacto) entre estados soberanos que ceden algo de su soberanía en favor de los objetivos nacionales. Sin embargo, en virtud de la estructuración histórica de la sociedad mexicana, regida por dos imperios fundamentalmente centralistas  -el azteca primero y el español después, especialmente en los últimos años de la vida colonial-, la federación de la nueva república mexicana se dio precisamente al revés: mediante un poder central que cedió algo de sus atribuciones y competencias a los estados que la constituían.

   De ahí se derivan muchos de los males endémicos del país, sobre todo de índole administrativa, económica y política, que por las mismas presiones de las entidades federativas se ha procurado aliviar al menos.

   El centralismo, que en diferentes formas ha inhibido el desarrollo de las regiones periféricas, ha afectado negativamente al mismo núcleo y propiciado en él un desordenado e indeseable crecimiento demográfico que de varias maneras es causa del cúmulo de problemas que ha de enfrentar, casi irremediablemente, hasta ahora, el Distrito Federal.

   Los estados aspiran a obtener la autonomía que les ha sido negada por la composición política de la nación, desde sus orígenes y en el transcurso de su existencia independiente.

     Por eso se debe convalidar el criterio que sustenta la necesidad de que todas las representaciones del gobierno federal sean ejercidas por los ciudadanos que conozcan mejor al estado y posean más competencia en las funciones que deben llevar a cabo.

   No se trata, creo, de reavivar conflictos regionalistas sino de desbrozar los caminos hacia un federalismo que de veras funcione y no quede sólo en buenos propósitos.

   Periódicamente nos enteramos de que determinado ciudadano tomó posesión del cargo de delegado en esta provincia, de alguna de las dependencias del gobierno federal. Y uno tiene que preguntarse si dicho señor, aparte de gozar de la amistad y la confianza de su remoto jefe, tiene algún mérito relevante (postgrado, estudios de especialización, contribuciones, experiencia sobresaliente y obra publicada, por lo menos, en el campo que va a atender,) que justifique la comisión de prestar servicios en una región de la República que desconoce, como ocurre en casi todos los casos.

   Ningún estado merece, y el nuestro menos que cualquiera  -por sus precarias condiciones de crecimiento económico-, quedar así sujeto a constantes pruebas de ensayo y error en las que, por supuesto, se pierden tiempo, recursos y empeños.

   En vías de evitarlo quizá conviniera que fuese tomado el acuerdo, entre los regímenes estatales y federal, de que, para designar al encargado de las acciones respectivas en cada lugar, todo organismo de gobierno del centro sometiese a la consideración del ejecutivo o congreso locales al menos tres candidatos entre los que, obviamente, habría de quedar incluido un residente de la propia entidad, con currículum vítae competente.

   Con muchas posibilidades se lograría, de tal modo, que puestos de tan alta responsabilidad fuesen ocupados por personas cabalmente capaces de entender, comprender y querer satisfacer las aspiraciones de la colectividad, a las que unan vínculos y compromisos de auténtica solidaridad más allá de amistades y ataduras de naturaleza puramente política.
   (Imagen: cristalinks.com/)