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Pasado, esperanza y profecía en el poemario de
Federico Galaz Ramírez

HISTORIA DE UN PUEBLO

Érase que se era un campo yermo alfombrado de riscos y cactáceas;
érase un sitio hostil en donde el hombre sólo en rara ocasión posó su planta.
En su estéril y árido subsuelo sólo arbustos desérticos medraban,
y en su gris superficie el matiz clorofílico escaseaba.

Y según legendarias tradiciones, cierta ocasión, cruzando la comarca,
un labriego encontró pequeños cuerpos de apariencia metálica,
de forma esférica y de color rojizo que en algunas colinas afloraban,
y a los que por su forma, “boleos” les llamaban.
Y boleo llamóse desde entonces a toda la comarca.

Aquel vulgar suceso en apariencia falto de importancia,
fue, sin embargo, la señal primera que por todos los rumbos pregonara
que aquel páramo estéril escondía en su profunda entraña,
un cúprico caudal que bien podría convertir la escasez en abundancia
y atraer hacia el páramo infecundo una feliz bonanza.

Y aquel lugar abrupto y solitario vio que su soledad era turbada
por el advenimiento tumultuoso de una corriente humana
que como hambriento enjambre concurría a saborear la miel de la bonanza.

Mas todo fue un engaño; la riqueza que aquel descubrimiento revelara
jamás benefició a los mexicanos que en talleres y minas laboraban.
Y la prosperidad apetecida se quedó convertida en esperanza.

En vez de la fortuna, el infortunio invadió la comarca.
A las calamidades naturales vino a sumarse la codicia humana
y la rapacidad incontenible de una empresa voraz y despiadada
que despóticamente se convirtió en casera plutocracia,
creando el tercer imperio que Jordán denunciara,
y que vidas y haciendas a su arbitrario arbitrio manejaba.

Y así,bajo tan pésimos auspicios nació una población predestinada
a vivir en eterna incertidumbre, a recibir mensajes de esperanza,
promesas mil, que nunca se han cumplido y proyectos sin fin que nunca cuajan.

Para colmo de males, los franceses que la empresa voraz administraban,
fincaron el poblado en un arroyo que, cuando es invadido por las aguas,
se transforma en torrente destructivo que no tan sólo es amenaza,
sino que ya ha segado muchas vidas humanas.

Y no es nada imposible que un meteoro, de intenciones insanas,
llegue un día con ímpetu bastante para arrastrar las casas.
Y eufemísticamente doy el nombre de casas a las sórdidas barracas
que en un tiempo ya lejano fueron nuevas pero que ahora son octogenarias;
y si por fuera aún lucen bonitas aquellas que han sido pintadas,
por dentro son pura polilla que a la menor presión se desbaratan
y constituyen un nidal magnífico de insectos, microbios y de ratas.
Y mientras tanto el tiempo siguió su eterna marcha.

De septentrión al austro se estremeció la tierra mexicana
con la explosión y cruento desarrollo de la contienda revolucionaria.

La causa popular salió triunfante sobre la oligarquía porfiriana;
mas las realizaciones y conquistas que aquel cambio de cosas auguraba
jamás se aproximaron a las costas bajacalifornianas.

La Baja California seguía estando lejos y olvidada,
y Santa Rosalía siguió siendo vorazmente explotada,
lo mismo en sus recursos minerales que en su riqueza humana.
Y para tal propósito sólo hubo una fórmula adecuada:
abatir los salarios y soslayar las leyes mexicanas.
Y todo se cumplió con tal destreza que al fín de la jornada,
México nada obtuvo. Las enormes ganancias
que la exhaustiva explotación produjo sólo beneficiaron a la Francia.

Tal parece que quiso en esta forma avarienta y judaica,
vengar la cruel afrenta recibida en el glorioso campo de batalla
en donde don Ignacio Zaragoza la hizo tres veces enseñar la espalda.

Y nuevamente el tiempo siguió su eterna marcha.

Las cupríferas vetas antes ricas con la exhaustiva explotación menguaban
al par que la conciencia adormecida del gremio laboral se despertaba.

La empresa explotadora presintió que los tiempos ya no estaban
para imponer su voluntad omnímoda y medrar a sus anchas.

Y así como los nautas timoratos abandonan la nave que naufraga,
así también la despiadada empresa, al ver que disminuían sus ganancias,
abandonó el trabajo y se dispuso a regresar a Francia.
Condenando a la pobre cachanía que tan vastas riquezas le brindara,
a quedar convertida en un pueblo fantasma.

Los franceses se fueron sin que el pueblo derramara por ellos ni una lágrima.
La ausencia de los amos fue, mas bien que sentida, festejada;
la inmensa mayoría sintió júbilo y alguna alma piadosa sintió lástima;
pero nadie expresó amistad sincera a quienes no supieron conquistarla,
y que aún al partir iban seguros de haber empleado sus mejores mañas
para que Cachanía no pudiera ya jamás figurar en nuestro mapa.

Pero cuánta razón tiene aquel dicho que en muy breves palabras nos enseña
que Dios no cumple antojos ni endereza personas jorobadas.
Porque muy a pesar de los deseos de quienes ya por muerta la contaban,
la pobre Cachanía siguió viva, y aunque desfalleciente y desmembrada
alzó la voz y demandó socorro con energía tal que fue escuchada.

La Se-pa-nal de Adolfo Ruiz Cortines atendió la demanda
y Fomento Minero movilizó sus técnicas brigadas
que utilizando el elemento obrero que a la tierra nativa se aferraba,
aunando inteligencia, fuerza y orden, consiguieron salvar la nave náufraga
que los medrosos nautas extranjeros optaron por dejar abandonada,
y que ahora hábilmente, por manos mexicanas tripulada,
se lanzó a navegar por nuevos rumbos, rumbos de humanidad, en que se aunaban
con la energía, la benevolencia, y con la autoridad, la tolerancia.

Por fin, tras más de un siglo de vigencia llegaban a estas playas
los derechos humanos promulgados por nuestra Carta Magna.

Ya no más despotismos medievales, ni aristocracias rancias.
Ya no más avaricia explotadora, ni sumisión atávica explotada.

Ante la augusta ley: TODOS IGUALES, y todos hijos de la misma patria,
con los mismos derechos y deberes y sin favoritismos ni ventajas.

Mas... lamentablemente, sólo hasta allí llegaban los beneficios constitucionales
y las conquistas revolucionarias, pues Santa Rosalía seguía estando
fatalmente obligada a dejar de existir en el momento en que el cobre nativo se agotara.

“That is the question” cual dijera el poeta que las cuitas de Hamlet nos relata.
¿De qué sirve la dicha si a la postre no habrá nadie que pueda disfrutarla?

Ante premisa tan desconcertante, tan desalentadora, tan ingrata,
lo lógico era que los cachanías en forma negativa reaccionaran.
Pues no, señor; las gentes de esta tierra no saben responder con represalias;
conocen el dolor y el desencanto pero ignoran el odio y la venganza.
Se les puede engañar, mas no por ello perderá la confianza.

Se les puede tener abandonados sin que por ello pierdan la esperanza.
Se les puede negar la carretera, pero ellos... seguirán esperándola.

Los hombres y mujeres de esta tierra gozan de valerosos justa fama
que en tiempos de elecciones ha sido muchas veces proclamada.
Y estoicos son, sin duda, mas no tienen la estoica sumisión de las caguamas
que esperan con paciencia dolorosa en inmóvil decúbito postradas,
morir, para cumplir con su destino de brindar suculencias culinarias.

Las gentes de esta tierra no se avienen a perecer sin presentar batalla;
y en tal virtud, sexenio tras sexenio, alzan su voz y claman
por la supervivencia de este pueblo que ve cómo se acerca la amenaza
de quedar convertido para siempre en un pueblo fantasma.

Y Santa Rosalía no es un rancho perdido entre montañas
que pudiera morir sin que su muerte tuviera la más leve resonancia.
Muy al contrario, Santa Rosalía es el centro vital de una comarca
en donde cuatro pueblos populosos y muchas rancherías aledañas
truecan la producción de sus esfuerzos y de lo necesario se avituallan.

Y si sensible es que un ser humano deje al morir su prole abandonada,
más sensible es aún que muera un pueblo y deje una región desamparada.
Y tal sucederá si Cachanía deja de figurar en nuestro mapa.

Y ya que alzo el apósito y descubro la purulenta llaga
que mina la salud de Cachanía y a fenecer la tiene sentenciada,
obligado me siento a señalar también la circunstancia
de que, tanto el trapito milagroso como la terapéutica adecuada
para evitar que cachanía muera, están latentes en su propia entraña
en la feracidad de su subsuelo, en la riqueza que sus mares guardan,
y en las manos callosas de sus hombres y hasta en la pobredad de sus montañas.

Si nació un Monterrey en un desierto donde prácticamente no había nada,
¿Qué razón “razonable” impedir puede que en Cachanía nazca
otro centro industrial de igual tamaño o mayor importancia?